martes, 31 de enero de 2012

Cuerpo de mujer

 Por: Ryunosuke Akutagawa

Una noche de verano un chino llamado Yang despertó de pronto a causa del insoportable calor. Tumbado boca abajo, la cabeza entre las manos, se había entregado a hilvanar fogosas fantasías cuando se percató de que había un pulga avanzando por el borde de la cama. En la penumbra de la habitación la vio arrastrar su diminuto lomo fulgurando como polvo de plata rumbo al hombro de su mujer que dormía a su lado. Desnuda, yacía profundamente dormida, y oyó que respiraba dulcemente, la cabeza y el cuerpo volteados hacia su lado.
 
Observando el avance indolente de la pulga, Yang reflexionó sobre la realidad de aquellas criaturas. "Una pulga necesita una hora para llegar a un sitio que está a dos o tres pasos nuestros, aparte de que todo su espacio se reduce a una cama. Muy tediosa sería mi vida de haber nacido pulga..."

Dominado por estos pensamientos, su conciencia se empezó a oscurecer lentamente y, sin darse cuenta, acabó hundiéndose en el profundo abismo de un extraño trance que no era ni sueño ni realidad. Imperceptiblemente, justo cuando se sintió despierto, vio, asombrado, que su alma había penetrado el cuerpo de la pulga que durante todo aquel tiempo avanzaba sin prisa por la cama, guiada por un acre olor a sudor. Aquello, en cambio, no era lo único que lo confundía, pese a ser una situación tan misteriosa que no conseguía salir de su asombro.

En el camino se alzaba una encumbrada montaña cuya forma más o menos redondeada aparecía suspendida de su cima como una estalactita, alzándose más allá de la vista y descendiendo hacia la cama donde se encontraba. La base medio redonda de la montaña, contigua a la cama, tenía el aspecto de una granada tan encendida que daba la impresión de contener fuego almacenado en su seno. Salvo esta base, el resto de la armoniosa montaña era blancuzco, compuesto de la masa nívea de una sustancia grasa, tierna y pulida. La vasta superficie de la montaña bañada en luz despedía un lustre ligeramente ambarino que se curvaba hacia el cielo como un arco de belleza exquisita, a la par que su ladera oscura refulgía como una nieve azulada bajo la luz de la luna.

Los ojos abiertos de par en par, Yang fijó la mirada atónita en aquella montaña de inusitada belleza. Pero cuál no sería su asombro al comprobar que la montaña era uno de los pechos de su mujer. Poniendo a un lado el amor, el odio y el deseo carnal, Yang contempló aquel pecho enorme que parecía una montaña de marfil. En el colmo de la admiración permaneció un largo rato petrificado y como aturdido ante aquella imagen irresistible, ajeno por completo al acre olor a sudor. No se había dado cuenta, hasta volverse una pulga, de la belleza aparente de su mujer. Tampoco se puede limitar un hombre de temperamento artístico a la belleza aparente de una mujer y contemplarla azorado como hizo la pulga.

viernes, 27 de enero de 2012

Del otro lado



Por: Marianela Valverde (Costa Rica)

“Tomó sus cosas y miró el reloj, se dirigió al lugar donde se sentía seguro, probablemente porque siempre había estado ahí para él: su cuarto.
Se despidió de sus paredes que tantos recuerdos habían guardado: sus sueños, sus ideas, sus sentimientos y ahora sus nostalgias, éstas estaban plasmadas con grafitis multicolores, con figuras y formas que solo él podía ver, que solo él podía leer, que solo él podría comprender.
También se despidió de las ventanas, que por las soleadas tardes tapizaban su solitario rostro con las más variadas armonías y que por las mañanas le anunciaban la hora de levantarse; de su cama y de su almohada, amigas íntimas, quienes conocían sus secretos y fantasías de amores encontrados y olvidados en la memoria.
Y antes de marcharse, le dirigió una oración al crucifijo, luego lo besó, recordó que él era quien lo había acompañado toda su vida y que la soledad era necesaria algunas veces (no siempre) para encontrarse con su propio corazón, lo volvió a mirar y entonces lo tomó y lo echó en su bolsa.
Salió, cerro la puerta y tiró el fósforo. No miró hacia atrás, siguió caminando mientras sentía arder su espalda… brotaron algunas lágrimas que fueron arrancadas por el viento que soplaba como todos los diciembres.
La plateada luna iba alumbrando las callejuelas llenas de sombras que cobraban vida y hacían revivir las aventuras de recuerdos infantiles y de las juventudes mutiladas…De un momento a otro se detuvo, su mirada se había nublado y de nuevo una estampida de viento volvió a secar el rostro apesadumbrado de tristeza por su partida necesaria… necesaria para trabajar, necesaria para vivir, necesaria para ser feliz, necesaria para transformarse, necesaria para experimentar la libertad, necesaria para vivir en paz, necesaria para encontrar compañía, necesaria para el pan y el techo digno…
Al final de la calle se encontró con quien le ayudaría a transformar su vida del otro lado. Como pudo se subió al camión y se encontró con otros ojos iguales a los suyos, con otros rostros iguales al suyo: forzados, afligidos y asustados por dejar aquel lugar que tanto querían, que tanto esperaban que cambiara para no marcharse.
Era demasiado tarde ¡eso lo habían esperado desde hace mucho!
Entre más se alejaba, más se aferraba el corazón a su tierra, quiso por un momento arrojarse al suelo pero miró hacia la colina y vio como su choza se desvanecía lentamente por el fuego, así también su esperanza…
Mientras del otro lado las noticias anunciaban: “los jefes de estado se reunirán para plantear medidas ante el tema migratorio”…. “han construido un muro en la frontera…”, “la nueva ley migratoria vigente traerá…”, “la mayoría de inmigrantes se desplazan por…hay que tomar medidas fuertes ante el tema migratorio…”
Él solamente pensaba al escuchar los voceros… “¿qué saben ellos?... esos los del otro lado.”


jueves, 26 de enero de 2012

Pobres gentes

Por: León Tolstoi



En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana, remendando una vela vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la costa... La noche es fría y oscura, y el mar está tempestuoso; pero en la choza de los pescadores el ambiente es templado y acogedor. El suelo de tierra apisonada está cuidadosamente barrido; la estufa sigue encendida todavía; y los cacharros relucen, en el vasar. En la cama, tras de una cortina blanca, duermen cinco niños, arrullados por el bramido del mar agitado. El marido de Juana ha salido por la mañana, en su barca; y no ha vuelto todavía. La mujer oye el rugido de las olas y el aullar del viento, y tiene miedo.

Con un ronco sonido, el viejo reloj de madera ha dado las diez, las once... Juana se sume en reflexiones. Su marido no se preocupa de sí mismo, sale a pescar con frío y tempestad. Ella trabaja desde la mañana a la noche. ¿Y cuál es el resultado?, apenas les llega para comer. Los niños no tienen qué ponerse en los pies: tanto en invierno como en verano, corren descalzos; no les alcanza para comer pan de trigo; y aún tienen que dar gracias a Dios de que no les falte el de centeno. La base de su alimentación es el pescado. "Gracias a Dios, los niños están sanos. No puedo quejarme", piensa Juana; y vuelve a prestar atención a la tempestad. "¿Dónde estará ahora? ¡Dios mío! Protégelo y ten piedad de él", dice, persignándose.

Aún es temprano para acostarse. Juana se pone en pie; se echa un grueso pañuelo por la cabeza, enciende una linterna y sale; quiere ver si ha amainado el mar, si se despeja el cielo, si hay luz en el faro y si aparece la barca de su marido. Pero no se ve nada. El viento le arranca el pañuelo y lanza un objeto contra la puerta de la choza de al lado; Juana recuerda que la víspera había querido visitar a la vecina enferma. "No tiene quien la cuide", piensa, mientras llama a la puerta. Escucha... Nadie contesta.

"A lo mejor le ha pasado algo", piensa Juana; y empuja la puerta, que se abre de par en par. Juana entra.

En la choza reinan el frío y la humedad. Juana alza la linterna para ver dónde está la enferma. Lo primero que aparece ante su vista es la cama, que está frente a la puerta. La vecina yace boca arriba, con la inmovilidad de los muertos. Juana acerca la linterna. Sí, es ella. Tiene la cabeza echada hacia atrás; su rostro lívido muestra la inmovilidad de la muerte. Su pálida mano, sin vida, como si la hubiese extendido para buscar algo, se ha resbalado del colchón de paja, y cuelga en el vacío. Un poco más lejos, al lado de la difunta, dos niños, de caras regordetas y rubios cabellos rizados, duermen en una camita acurrucados y cubiertos con un vestido viejo.

Se ve que la madre, al morir, les ha envuelto las piernecitas en su mantón y les ha echado por encima su vestido. La respiración de los niños es tranquila, uniforme; duermen con un sueño dulce y profundo.

Juana coge la cuna con los niños; y, cubriéndolos con su mantón, se los lleva a su casa. El corazón le late con violencia; ni ella misma sabe por qué hace esto; lo único que le consta es que no puede proceder de otra manera.

Una vez en su choza, instala a los niños dormidos en la cama, junto a los suyos; y echa la cortina. Está pálida e inquieta. Es como si le remordiera la conciencia. "¿Qué me dirá? Como si le dieran pocos desvelos nuestros cinco niños... ¿Es él? No, no... ¿Para qué los habré cogido? Me pegará. Me lo tengo merecido... Ahí viene... ¡No! Menos mal..."
La puerta chirría, como si alguien entrase. Juana se estremece y se pone en pie.

"No. No es nadie. ¡Señor! ¿Por qué habré hecho eso? ¿Cómo lo voy a mirar a la cara ahora?" Y Juana permanece largo rato sentada junto a la cama, sumida en reflexiones.
La lluvia ha cesado; el cielo se ha despejado; pero el viento sigue azotando y el mar ruge, lo mismo que antes.

De pronto, la puerta se abre de par en par. Irrumpe en la choza una ráfaga de frío aire marino; y un hombre, alto y moreno, entra, arrastrando tras de sí unas redes rotas, empapadas de agua.

-¡Ya estoy aquí, Juana! -exclama.

-¡Ah! ¿Eres tú? -replica la mujer; y se interrumpe, sin atreverse a levantar la vista.

-¡Vaya nochecita!

-Es verdad. ¡Qué tiempo tan espantoso! ¿Qué tal se te ha dado la pesca?

-Es horrible, no he pescado nada. Lo único que he sacado en limpio ha sido destrozar las redes. Esto es horrible, horrible... No puedes imaginarte el tiempo que ha hecho. No recuerdo una noche igual en toda mi vida. No hablemos de pescar; doy gracias a Dios por haber podido volver a casa. Y tú, ¿qué has hecho sin mí?

Después de decir esto, el pescador arrastra la redes tras de sí por la habitación; y se sienta junto a la estufa.

-¿Yo? -exclama Juana, palideciendo-. Pues nada de particular. Ha hecho un viento tan fuerte que me daba miedo. Estaba preocupada por ti.

-Sí, sí -masculla el hombre-. Hace un tiempo de mil demonios, pero... ¿qué podemos hacer?
Ambos guardan silencio.

-¿Sabes que nuestra vecina Simona ha muerto?

-¿Qué me dices?

-No sé cuándo; me figuro que ayer. Su muerte ha debido ser triste. Seguramente se le desgarraba el corazón al ver a sus hijos. Tiene dos niños muy pequeños... Uno ni siquiera sabe hablar y el otro empieza a andar a gatas...

Juana calla. El pescador frunce el ceño; su rostro adquiere una expresión seria y preocupada.
-¡Vaya situación! -exclama, rascándose la nuca-. Pero, ¡qué le hemos de hacer! No tenemos más remedio que traerlos aquí. Porque si no, ¿qué van a hacer solos con la difunta? Ya saldremos adelante como sea. Anda, corre a traerlos.

Juana no se mueve.

-¿Qué te pasa? ¿No quieres? ¿Qué te pasa, Juana?

-Están aquí ya -replica la mujer descorriendo la cortina.

miércoles, 25 de enero de 2012

Los bomberos

 Por: Mario Benedetti

Olegario no sólo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía: "Mañana va a llover". Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: "El martes saldrá el 57 a la cabeza". Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites.

Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: "Es posible que mi casa se esté quemando".

Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Éstos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: "Es casi seguro que mi casa se esté quemando". Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.

Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires.

Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos.

martes, 24 de enero de 2012

Conducta en los velorios

Por: Julio Cortázar

No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. Mi prima segunda, la mayor, se encarga de cerciorarse de la índole del duelo, y si es de verdad, si se llora porque llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café, entonces nos quedamos en casa y los acompañamos desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato y saluda en nombre de la familia; no nos gusta interponer insolentemente nuestra vida ajena a ese diálogo con la sombra. Pero si de la pausada investigación de mi prima surge la sospecha de que en un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo, entonces la familia se pone sus mejores trajes, espera a que el velorio esté a punto, y se va presentando de a poco pero implacablemente.

En Pacífico las cosas ocurren casi siempre en un patio con macetas y música de radio. Para estas ocasiones los vecinos condescienden a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y los parientes, alternándose contra las paredes. Llegamos de a uno o de a dos, saludamos a los deudos, a quienes se reconoce fácilmente porque lloran apenas ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos ante el difunto, escoltados por algún pariente cercano. Una o dos horas después toda la familia está en la casa mortuoria, pero aunque los vecinos nos conocen bien, procedemos como si cada uno hubiera venido por su cuenta y apenas hablamos entre nosotros. Un método preciso ordena nuestros actos, escoge los interlocutores con quienes se departe en la cocina, bajo el naranjo, en los dormitorios, en el zaguán, y de cuando en cuando se sale a fumar al patio o a la calle, o se da una vuelta a la manzana para ventilar opiniones políticas y deportivas. No nos lleva demasiado tiempo sondear los sentimientos de los deudos más inmediatos, los vasitos de caña, el mate dulce y los Particulares livianos son el puente confidencial; antes de media noche estamos seguros, podemos actuar sin remordimientos. Por lo común mi hermana la menor se encarga de la primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa los ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar, primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto increíble, después con hipos y jadeos, y finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua de azahar y consolarla, mientras otras vecinas se ocupan de los parientes cercanos bruscamente contagiados por la crisis. Durante un rato hay un amontonamiento de gente en la puerta de la capilla ardiente, preguntas y noticias en voz baja, encogimientos de hombros por parte de los vecinos. Agotados por un esfuerzo en que han debido emplearse a fondo, los deudos amenguan en sus manifestaciones, y en ese mismo momento mis tres primas segundas se largan a llorar sin afectación, sin gritos, pero tan conmovedoramente que los parientes y vecinos sienten la emulación, comprenden que no es posible quedarse así descansando mientras extraños de la otra cuadra se afligen de tal manera, y otra vez se suman a la deploración general, otra vez hay que hacer sitio en las camas, apantallar a señoras ancianas, aflojar el cinturón a viejitos convulsionados. Mis hermanos y yo esperamos por lo regular este momento para entrar en la sala mortuoria y ubicarnos junto al ataúd. Por extraño que parezca estamos realmente afligidos, jamás podemos oír llorar a nuestras hermanas sin que una congoja infinita nos llene el pecho y nos recuerde cosas de la infancia, unos campos cerca de Villa Albertina, un tranvía que chirriaba al tomar la curva en la calle General Rodríguez, en Bánfield, cosas así, siempre tan tristes. Nos basta ver las manos cruzadas del difunto para que el llanto nos arrase de golpe, nos obligue a taparnos la cara avergonzados, y somos cinco hombres que lloran de verdad en el velorio, mientras los deudos juntan desesperadamente el aliento para igualarnos, sintiendo que cueste lo que cueste deben demostrar que el velorio es el de ellos, que solamente ellos tienen derecho a llorar así en esa casa. Pero son pocos, y mienten (eso lo sabemos por mi prima segunda la mayor, y nos da fuerzas). En vano acumulan los hipos y los desmayos, inútilmente los vecinos más solidarios los apoyan con sus consuelos y sus reflexiones, llevándolos y trayéndolos para que descansen y se reincorporen a la lucha. Mis padres y mi tío el mayor nos reemplazan ahora, hay algo que impone respeto en el dolor de estos ancianos que han venido desde la calle Humboldt, cinco cuadras contando desde la esquina, para velar al finado. Los vecinos más coherentes empiezan a perder pie, dejan caer a los deudos, se van a la cocina a beber grapa y a comentar; algunos parientes, extenuados por una hora y media de llanto sostenido, duermen estertorosamente. Nosotros nos relevamos en orden, aunque sin dar la impresión de nada preparado; antes de las seis de la mañana somos los dueños indiscutidos del velorio, la mayoría de los vecinos se han ido a dormir a sus casas, los parientes yacen en diferentes posturas y grados de abotagamiento, el alba nace en el patio. A esa hora mis tías organizan enérgicos refrigerios en la cocina, bebemos café hirviendo, nos miramos brillantemente al cruzarnos en el zaguán o los dormitorios; tenemos algo de hormigas yendo y viniendo, frotándose las antenas al pasar. Cuando llega el coche fúnebre las disposiciones están tomadas, mis hermanas llevan a los parientes a despedirse del finado antes del cierre del ataúd, los sostienen y confortan mientras mis primas y mis hermanos se van adelantando hasta desalojarlos, abreviar el último adiós y quedarse solos junto al muerto. Rendidos, extraviados, comprendiendo vagamente pero incapaces de reaccionar, los deudos se dejan llevar y traer, beben cualquier cosa que se les acerca a los labios, y responden con vagas protestas inconsistentes a las cariñosas solicitudes de mis primas y mis hermanas. Cuando es hora de partir y la casa está llena de parientes y amigos, una organización invisible pero sin brechas decide cada movimiento, el director de la funeraria acata las órdenes de mi padre, la remoción del ataúd se hace de acuerdo con las indicaciones de mi tío el mayor. Alguna que otra vez los parientes llegados a último momento adelantan una reivindicación destemplada; los vecinos, convencidos ya de que todo es como debe ser, los miran escandalizados y los obligan a callarse. En el coche de duelo se instalan mis padres y mis tíos, mis hermanos suben al segundo, y mis primas condescienden a aceptar a alguno de los deudos en el tercero, donde se ubican envueltas en grandes pañoletas negras y moradas. El resto sube donde puede, y hay parientes que se ven precisados a llamar un taxi. Y si algunos, refrescados por el aire matinal y el largo trayecto, traman una reconquista en la necrópolis, amargo es su desengaño. Apenas llega el cajón al peristilo, mis hermanos rodean al orador designado por la familia o los amigos del difunto, y fácilmente reconocible por su cara de circunstancias y el rollito que le abulta el bolsillo del saco. Estrechándole las manos, le empapan las solapas con sus lágrimas, lo palmean con un blando sonido de tapioca, y el orador no puede impedir que mi tío el menor suba a la tribuna y abra los discursos con una oración que es siempre un modelo de verdad y discreción. Dura tres minutos, se refiere exclusivamente al difunto, acota sus virtudes y da cuenta de sus defectos, sin quitar humanidad a nada de lo que dice; está profundamente emocionado, y a veces le cuesta terminar. Apenas ha bajado, mi hermano el mayor ocupa la tribuna y se encarga del panegírico en nombre del vecindario, mientras el vecino designado a tal efecto trata de abrirse paso entre mis primas y hermanas que lloran colgadas de su chaleco. Un gesto afable pero imperioso de mi padre moviliza al personal de la funeraria; dulcemente empieza a rodar el catafalco, y los oradores oficiales se quedan al pie de la tribuna, mirándose y estrujando los discursos en sus manos húmedas. Por lo regular no nos molestamos en acompañar al difunto hasta la bóveda o sepultura, sino que damos media vuelta y salimos todos juntos, comentando las incidencias del velorio. Desde lejos vemos cómo los parientes corren desesperadamente para agarrar alguno de los cordones del ataúd y se pelean con los vecinos que entre tanto se han posesionado de los cordones y prefieren llevarlos ellos a que los lleven los parientes.

lunes, 23 de enero de 2012

En el fondo somos todos iguales



Por: Emanuel Sebastian Horacio Marin 

Dos personas estaban discutiendo:
-Si viviéramos en Cuba ganaríamos mucha más plata con lo que hacemos.
-Pero no seas tarado, Estados Unidos es la respuesta, el capitalismo.
-Capitalismo las pelotas.
-Vos pensa lo que quieras, yo te digo que en Estados Unidos nos llenaríamos de plata.
-El comunismo es igualdad para todos.
-Si, los dos nos cagariamos de hambre por igual.
Después de un tiempo se aburrieron de la discusión y siguieron haciendo lo que hacían, mendigar.

viernes, 20 de enero de 2012

Soñé que soñaba

Por: Alfonso A. Cano



“Entonces tocó para pedir empleo en la primera casa que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella sólo dijo la verdad: «Sueño»”. (García Márquez,  55)
Mis ojos se encuentran completamente abiertos, su brillo se ha difuminado y mis párpados parecen no funcionar; un colchón viejo y sucio sostiene mi espalda destrozada; frente a mí sólo hay un inmenso cuadrado blanco verdoso cuyo aspecto desgastado parece apropiarse de mi ser.
            Cinco lunas sin dormir, no puedo conciliar el sueño. Lentamente puedo mover mi cuerpo y ponerlo en posición fetal, no logro sentir nada. Poco a poco puedo notar que mis párpados quieren funcionar otra vez y comienzan a cerrarse.
            Por fin mi mente parece estar tranquila y por ella pasan diversas imágenes que reconozco de inmediato, pero, en esta ocasión, soy ajeno a ellas. Es extraño; este tiempo me había hecho olvidar esta sensación de desapego y de lo que era soñar. Me encuentro satisfecho en un pueblo indígena; no estoy seguro que lo conozca, pero parece uno de esos donde estuve peleando con mis hermanos para que fuéramos respetados como aborígenes y dueños de la tierra. Pero todo es diferente, se respira un ambiente de paz, de alegría; hasta que uno de los compañeros indica que se aproxima un trabajo, puedo imaginar de lo que hablan, pero no estoy seguro.
Me dirijo con todos a la cantina más cercana y el compañero anterior vuelve a hacer su aparición, ésta vez manteniendo la alerta más evidente, nos acompañan dos prostitutas que me resultan interesantes y comienzo una plática con ellas; percibo que no quieren trabajo, sólo quieren externar su sentir y se hace presente una extensa conversación sobre su vida y su mente; puedo darme cuenta del enorme vacío que llevan dentro. Su rostro comienza a apagarse, el maquillaje se corre por sus rostros y sus exóticos atuendos parecen desgarrarse; manchas púrpuras emanan de su delicada piel cuando una retumbante, aunque corta,  serie de balas cae a las afueras de la cantina. Me acerco a ver lo sucedido cuando los compañeros que se encontraban a la defensiva advierten que, si deseábamos retirarnos, lo hiciéramos justo en ese momento, pues llegaba la hora de hacer valer lo soñado por la comunidad, la hora de hacerse escuchar. Tomo la chamarra y salgo hacia el auto que no recordaba con exactitud dónde se encontraba; en el camino se ve a lo lejos un destello que brotaba desde el subsuelo e inmediatamente el sonido de una sirena policiaca se acerca, sólo logro tirarme al suelo cuando una lluvia de balas ataca la calle; guerrilleros contra militares y policías, parecía interminable; me arrastro hasta llegar al lado de un coche blanco con vidrios polarizados que pensé sería mi refugio; pero mi cuerpo siente de improviso una sensación de ardor y dolor en el costado y mi cuerpo queda inmóvil. El volumen de los gritos de la gente comienza a ser más agudo y mis párpados se abren de golpe.
Despierto de este sueño y el sudor corre por mi rostro; mis ojos están abiertos plenamente; habían pasado sólo cinco minutos desde que logré quedarme nuevamente dormido. Ya no sé, la sensación de los gritos, del impacto de la bala, del ambiente se suman al cúmulo de recuerdos en mi mente.
Al día siguiente, recibo en la puerta de mi casa el diario, siempre son las mismas noticias, pero me llama la atención una en especial, la noticia de la matanza de 136 indígenas en una comunidad chiapaneca; en las imágenes se logra ver una calle muy similar a la de mi sueño, un auto blanco con vidrios polarizados, a su lado, sobre el suelo, un cuerpo tirado como refugiándose de la balacera. No podía ser creíble. Era yo, era mi cuerpo con el impacto de la bala.
Corro al baño, me lavo la cara con agua fría, respiro profundo y, nuevamente, comienzo a escuchar una estruendosa balacera que, de inmediato, me hace abrir los ojos tensos y levantarme de un brinco de la cama.








martes, 17 de enero de 2012

Clarice Lispector

(1926-1977) Escritora brasileña nacida en Ucrania (Rusia), pero que a la edad de dos meses, se trasladó con su familia a Recife. Durante su juventud estudió en Río de Janeiro. Cultivó novela, cuento, ensayo y poesía. Conoció tempranamente su vocación y a los 17 años publicó Cerca del corazón salvaje, novela por la que recibió el premio "Graça Aranha". 

En 1943 se casó con el diplomático Maury Gurgel Valente, tuvo dos hijos y se separó en 1959. Entre 1944 y 1960 vivió largas temporadas en el extranjero, entre otros países, en Italia, Suiza y Estados Unidos. Sus textos se caracterizan por explorar la esencia íntima y por la profundización en la vivencia interior; incluso su prosa es considerada a veces como poesía. Entre su obra destacan: las novelas: Cerca del corazón salvaje,1943, Ciudad sitiada, 1949,La pasión según G.H., 1964, Un aprendizaje o el libro de los placeres, 1969,Agua viva, 1973 y La hora de la estrella, 1977; los libros de cuentos: Algunos cuentos, 1952, Lazos de familia, 1960, La legión extranjera, 1964, Felicidad clandestina, 1971, El via crucis del cuerpo; le libro de crónicas: Visión de esplendor, 1975. Escribió, además, varios libros para niños y después de su muerte acaecida debido al cáncer en 1977, apareció su novela póstuma Un soplo de vida, 1978. Sus textos han influido a muchos escritores hispanoamericanos que la siguieron. 





Restos del Carnaval

Por: Clarice Lispector 


No, no del último carnaval. Pero éste, no sé por qué, me transportó a mi infancia y a los miércoles de ceniza en las calles muertas donde revoloteaban despojos de serpentinas y confeti. Una que otra beata, con la cabeza cubierta por un velo, iba a la iglesia, atravesando la calle tan extremadamente vacía que sigue al carnaval. Hasta que llegase el próximo año. Y cuando se acercaba la fiesta, ¿cómo explicar la agitación íntima que me invadía? Como si al fin el mundo, de retoño que era, se abriese en gran rosa escarlata. Como si las calles y las plazas de Recife explicasen al fin para qué las habían construido. Como si voces humanas cantasen finalmente la capacidad de placer que se mantenía secreta en mí. El carnaval era mío, mío.

En la realidad, sin embargo, yo poco participaba. Nunca había ido a un baile infantil, nunca me habían disfrazado. En compensación me dejaban quedar hasta las once de la noche en la puerta, al pie de la escalera del departamento de dos pisos, donde vivíamos, mirando ávidamente cómo se divertían los demás.  Dos cosas preciosas conseguía yo entonces, y las economizaba con avaricia para que me durasen los tres días: un atomizador de perfume, y una bolsa de confeti. Ah, se está poniendo difícil escribir.  Porque siento cómo se me va a ensombrecer el corazón al constatar que, aun incorporándome tan poco a la alegría, tan sedienta estaba yo que en un abrir y cerrar de ojos me transformaba en una niña feliz.

¿Y las máscaras? Tenía miedo, pero era un miedo vital y necesario porque coincidía con la sospecha más profunda de que también el rostro humano era una especie de máscara. Si un enmascarado hablaba conmigo en la puerta al pie de la escalera, de pronto yo entraba en contacto indispensable con mi mundo interior, que no estaba hecho sólo de duendes y príncipes encantados, sino de personas con su propio misterio. Hasta el susto que me daban los enmascarados era, pues, esencial para mí.

No me disfrazaban: en medio de las preocupaciones por la enfermedad de mi madre, a nadie en la casa se le pasaba por la cabeza el carnaval de la pequeña. Pero yo le pedía a una de mis hermanas que me rizara esos cabellos lacios que tanto disgusto me causaban, y al menos durante tres días al año podía jactarme de tener cabellos rizados. En esos tres días, además, mi hermana complacía mi intenso sueño de ser muchacha -yo apenas podía con las ganas de salir de una infancia vulnerable- y me pintaba la boca con pintalabios muy fuerte pasándome el colorete también por las mejillas. Entonces me sentía bonita y femenina, escapaba de la niñez.


Pero hubo un carnaval diferente a los otros. Tan milagroso que yo no lograba creer que me fuese dado tanto; yo, que ya había aprendido a pedir poco. Ocurrió que la madre de una amiga mía había resuelto disfrazar a la hija, y en el figurín el nombre del disfraz era Rosa. Por lo tanto, había comprado hojas y hojas de papel crepé de color rosa, con las cuales, supongo, pretendía imitar los pétalos de una flor. Boquiabierta, yo veía cómo el disfraz iba cobrando forma y creándose poco a poco. Aunque el papel crepé no se pareciese ni de lejos a los pétalos, yo pensaba seriamente que era uno de los disfraces más bonitos que había visto jamás.


Fue entonces cuando, por simple casualidad, sucedió lo inesperado: sobró papel crepé, y mucho. Y la mamá de mi amiga -respondiendo tal vez a mi muda llamada, a mi muda envidia desesperada, o por pura bondad, ya que sobraba papel- decidió hacer para mí también un disfraz de rosa con el material sobrante. Aquel carnaval, pues, yo iba a conseguir por primera vez en la vida lo que siempre había querido: iba a ser otra aunque no yo misma.

Ya los preparativos me atontaban de felicidad. Nunca me había sentido tan ocupada: minuciosamente calculábamos todo con mi amiga, debajo del disfraz nos pondríamos un fondo de manera que, si llovía y el disfraz llegaba a derretirse, por lo menos quedaríamos vestidas hasta cierto punto. (Ante la sola idea de que una lluvia repentina nos dejase, con nuestros pudores femeninos de ocho años, con el fondo en plena calle, nos moríamos de vergüenza; pero no: ¡Dios iba a ayudarnos! ¡No llovería!) En cuanto a que mi disfraz sólo existiera gracias a las sobras de otro, tragué con algún dolor mi orgullo, que siempre había sido feroz, y acepté humildemente lo que el destino me daba de limosna.

¿Pero por qué justamente aquel carnaval, el único de disfraz, tuvo que ser melancólico? El domingo me pusieron los tubos en el pelo por la mañana temprano para que en la tarde los rizos estuvieran firmes. Pero tal era la ansiedad que los minutos no pasaban. ¡Al fin, al fin! Dieron las tres de la tarde: con cuidado, para no rasgar el papel, me vestí de rosa.

Muchas cosas peores que me pasaron ya las he perdonado. Ésta, sin embargo, no puedo entenderla ni siquiera hoy: ¿es irracional el juego de dados de un destino? Es despiadado. Cuando ya estaba vestida de papel crepé todo armado, todavía con los tubos puestos y sin pintalabios ni colorete, de pronto la salud de mi madre empeoró mucho, en casa se produjo un alboroto repentino y me mandaron en seguida a comprar una medicina a la farmacia. Yo fui corriendo vestida de rosa -pero el rostro no llevaba aún la máscara de muchacha que debía cubrir la expuesta vida infantil-, fui corriendo, corriendo, perpleja, atónita, ente serpentinas, confeti y gritos de carnaval. La alegría de los otros me sorprendía.

Cuando horas después en casa se calmó la atmósfera, mi hermana me pintó y me peinó. Pero algo había muerto en mí. Y, como en las historias que había leído, donde las hadas encantaban y desencantaban a las personas, a mí me habían desencantado: ya no era una rosa, había vuelto a ser una simple niña. Bajé la calle; de pie allí no era ya una flor sino un pensativo payaso de labios encarnados. A veces, en mi hambre de sentir el éxtasis, empezaba a ponerme alegre, pero con remordimiento me acordaba del grave estado de mi madre y volvía a morirme.

Sólo horas después llegó la salvación. Y si me apresuré a aferrarme a ella fue por lo mucho que necesitaba salvarme. Un chico de doce años, que para mí ya era un muchacho, ese chico muy guapo se paró frente a mí y con una mezcla de cariño, grosería, broma y sensualidad me cubrió el pelo, ya lacio, de confeti: por un instante permanecimos enfrentados, sonriendo, sin hablar. Y entonces yo, mujercita de ocho años, consideré durante el resto de la noche que al fin alguien me había reconocido; era, sí, una rosa.

viernes, 13 de enero de 2012

Los perritos del camino



Por: Mauro Campos

El fin de semana pasado huí de esta ciudad,  curiosamente me di cuenta de que la mayoría de las corridas de autobús eran para el DF. Ni tardo ni perezoso  me embarque en un “lucero escarlata”. No sé lo que estaba pensando; fue el escape perfecto. No quería saber de nada ni nadie. Me harté de las risas burlonas y esquivas de mis compañeros. ¡Ignorantes, arrójense al lodo!
El viaje tranquilizó las voces en mi mente. Había muchos peregrinos a lo largo del camino, algunos árboles, manchas urbanas y uno que otro perro muerto a las orillas de la carretera. Finalmente llegué a la TAPO. Salí corriendo buscando un nuevo aire, puro y limpio ese fue el mejor dato para darme cuenta que ya estaba en la gran ciudad.  129 kilómetros de viaje, dos casetas, quince pasajeros, ciento treinta pesos del boleto. Ya en las afueras, percibí un olor a cebollitas y carne en su punto. Mi olfato canino me hizo percibir un puesto de ricos tacos placeros, de esos que solo encuentras a cinco pesos en las afueras del metro San Lázaro. Me dispuse a comerlos. La papa tenía un color algo verde, lleno de sospechosismo. Supuse que aquellos caninos que observé en la carretera estarían en algún momento en mi estómago; seguramente estaba apeteciendo algunos que colgaron los tenis unos días antes.
Alcé la vista después de la primera mordida y junto a mí estaba parado un legislador entrándole bien duro a los tacos. Mientras tanto el taquero trataba de sintonizar la novela de las 9. Nunca podré olvidar  al caudillo mal encarado que traía como guarura aquel personaje pues estaba bien bizco, lo juro. No pude contener la carcajada y un cacho de taco salió volando. Todo lo vi en cámara lenta, pasó rosando el cachete de aquel infame individuo, en un instante pude ver toda mi vida en un cerrar de ojos, lo bueno que cayó a la orilla de la banqueta si no, imagínate qué hubiera pasado si le cae a aquel político, ahorita yo andaría igual o peor que los perritos del camino. 

jueves, 12 de enero de 2012

Un día de estos


Por: Gabriel García Márquez


El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.
Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.
-Papá.
-Qué.
-Dice el alcalde que si le sacas una muela.
-Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
-Dice que sí estás porque te está oyendo.
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
-Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.
-Papá.
-Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:
-Siéntese.
-Buenos días -dijo el alcalde.
-Buenos -dijo el dentista.
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.
-Tiene que ser sin anestesia -dijo.
-¿Por qué?
-Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:
-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
-Séquese las lágrimas -dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
-Me pasa la cuenta -dijo.
-¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.
-Es la misma vaina.

miércoles, 11 de enero de 2012

Las moscas

Por: Horacio Quiroga

Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.

Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído, permanezco sentado -quebrado, mejor dicho- contra el árbol.

Desde hace un instante siento un zumbido fijo -el zumbido de la lesión medular- que lo inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.

Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.

Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.

¿Pero cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?

Nadie se acerca en este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna. Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.

¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento! Antes bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el punto de observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya vida está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.

Esta es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en que este resistir de la vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete, dejando por todo residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?

El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla en que se destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta amurallada de un zoco marroquí, por una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por la otra entra corriendo una teoría de hombres decapitados.

Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.

-Entonces -dice uno de aquéllos -no le queda más prueba de convicción que la jaulita de moscas. Yo tengo una.

-¿Moscas?…

-Sí -responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico. Donde ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo, y abrir la puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro de que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.

¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se desvanecen en un zumbido…

Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación. ¡Las moscas!

Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el monte por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por caracteres inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de la médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.

El médico tenía razón. No puede ser su oficio más lucrativo.

Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol, la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol, a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar…

Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital.

martes, 10 de enero de 2012

Franz Kafka

Franz Kafka (Praga3 de julio de 1883 – Kierling, cerca de KlosterneuburgAustria3 de junio de 1924) fue un escritor checo de idioma alemán. Su obra es considerada una de las más influyentes de la literatura universal en el último siglo, a pesar de no ser muy extensa: fue autor de tres novelas (El procesoEl castillo y América), una novela corta (La metamorfosis) y un cierto número de parábolas yrelatos breves. Además, dejó una abundante correspondencia y escritos autobiográficos, la mayor parte publicados póstumamente. De este material, y de las indagaciones realizadas por sus biógrafos, ha resultado la imagen de una persona profundamente sensible y físicamente débil.




http://es.wikipedia.org/wiki/Franz_Kafka

Buitres


Por Franz Kafka

Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra.

Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.

-Estoy indefenso -le dije- vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos.

-No se deje atormentar -dijo el señor-, un tiro y el buitre se acabó.

-¿Le parece? -pregunté- ¿quiere encargarse del asunto?

-Encantado -dijo el señor- ; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿Puede usted esperar media hora más?

- No sé -le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí -: por favor, pruebe de todos modos.

-Bueno- dijo el señor- , voy a apurarme.

El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.