viernes, 28 de octubre de 2011

Mira



Susana López Malo Lezama


Justo cuando uno cree estar totalmente convencido de algo, mira hacia arriba, hacia abajo, hacia un lado, hacia el otro, quizás arriba, quizás abajo, se pierde en la mirada del otro o en sus letras y entonces, se da cuenta de que no está seguro de absolutamente nada y corre el riesgo de estar siempre equivocado.

Y fue justo así como se sintió Miranda aquel día. Estaba convencida de saberse lo suficientemente fuerte y valiente, como para salir a conquistar territorios perdidos. Miró arriba, abajo, a los lados: Nada, nadie.

Estaba segura de que no había motivos que la detuvieran, hasta que se perdió en las letras del único elemento de la casa que la miraba: un libro viejo debajo del sillón. 

Hubiera podido ignorarlo, pero no lo hizo. Así que dejó caer el pequeño bolso que con tanto miedo sostenía entre sus manitas. Rodaron un par de monedas, el reloj del abuelo, un mapa de otro país y tres galletas que parecían piedras.

Miranda se agachó y en el fallido intento de poseer aquel libro, terminó con un trozo de hoja la cual no daba nada a entender. El sobresalto la llevó a voltear hacia un lado, hacia el otro, arriba, abajo: Nada, nadie.

Furiosa amagó sacarlo, pero solo obtuvo otro trozo de papel. - ¿Qué podía hacer que aquel libro resultara tan pesado? ¿Quién lo mantenía resguardado en aquel lugar?- pensaba Miranda, mientras lamentaba el daño ocurrido. Quería poseerlo pero estaba consciente de que un intento más acabaría por deshojarlo. 

 -Te crees muy listo – murmuró, como si alguien pudiera escucharla, al tiempo  que trataba ahora de empujar el sillón, pero el viejo mueble pesaba aún más que su curiosidad.

Resignada corrió a buscar el reloj del abuelo, miró la hora, y de pronto la invadió la prisa. Metió todo de regreso en el bolso y justo cuando cruzó la puerta, algo la detuvo y la obligó a volver. Regresó enfadada, dando golpes fuertes con los pies, cruzando los brazos y haciendo pucheros, algo poco creíble a su edad le repetiría su madre en varias ocasiones.

Se deshizo de la bolsa una vez más. No estaba dispuesta a partir sin ese libro que algo de mágico debía tener.

En cuestión de segundos Miranda tenía ya medio cuerpo debajo del sillón. No podía mover el libro pero si sumergirse en sus trazos. Con la poca luz que llegaba a aquel lugar olvidado, Miranda pudo conocer los territorios perdidos que había anhelado conquistar. Con cada pasar de las hojas, descubría que realmente no sabía nada, comparado con lo que el libro le ofrecía y entonces, se perdió entre sus líneas.

En pocos minutos los padres de Miranda estaban cruzando la puerta para descubrir en el piso: las galletas horneadas hace una semana, el reloj que el abuelo juraba había guardado bajo llave, el mapa arrugado que papá tenía arrumbado en su caja: recuerdos de Sudamérica y, a su hija con medio cuerpo debajo del sillón de la sala.

-Miranda ¿Qué estas haciendo? Sal de ahí – le pidió su madre. Pero parecía que el viaje por tantos lugares la había dejado exhausta y ahora dormía. Con cariño la sacó y la cargó entre sus brazos. Papá le besó la frente y le quitó el libro que colgaba de su mano, para luego cerrarlo y buscarle un lugar en el librero.

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