miércoles, 29 de febrero de 2012

Instrucciones para cantar


Por: Julio Cortázar

Empiece por romper los espejos de su casa, deje caer los brazos, mire vagamente la pared, olvidese. Cante una sola nota, escuche por dentro. Si oye (pero esto ocurrirá mucho después) algo como un paisaje sumido en el miedo, con hogueras entre las piedras, con siluetas semidesnudas en cuclillas, creo que estará bien encaminado, y lo mismo si oye un río por donde bajan barcas pintadas de amarillo y negro, si oye un sabor pan, un tacto de dedos, una sombra de caballo. Después compre solfeos y un frac, y por favor no cante por la nariz y deje en paz a Schumann.

martes, 28 de febrero de 2012

Amalia Ruiz



Relato por: Ángeles Mastretta

Amalia Ruiz encontró la pasión de su vida en el cuerpo y la voz de un hombre prohibido. Durante más de un año lo vio llegar febril hasta el borde de su falda que salía volando tras un abrazo. No hablaban demasiado, se conocían como si hubieran nacido en el mismo cuarto, se provocaban temblores y dichas con sólo tocarse los abrigos. Lo demás salía de sus cuerpos afortunados con tanta facilidad que al poco rato de estar juntos el cuarto de sus amores sonaba como la Sinfonía Pastoral y olía a perfume como si lo hubiera inventado Coco Chanel.

Aquella gloria mantenía sus vidas en vilo y convertía sus muertes en imposible. Por eso eran hermosos como un hechizo y promisorios como una fantasía.

Hasta que una noche de octubre el amante de tía Meli llegó a la cita tarde y hablando de negocios. Ella se dejó besar sin arrebato y sintió el aliento de la costumbre devastarle al boca. Se guardó los reproches, pero salió corriendo hasta su casa y no quiso volver a saber más de aquel amor.

-Cuando lo imposible se quiere volver rutina, hay que dejarlo- le explicó a su hermana, que no era capaz de entender una actitud tan radical-. Uno no puede meterse en el lío de ambicionar algo prohibido, de poseerlo a veces como una bendición, de quererlo más que a nada por eso, por imposible, por desesperado, y de buenas a primeras convertirse en el anexo de una oficina. No me lo puedo permitir, no me lo voy a permitir. Sea por Dios que algo tiene de prohibido y por eso está bendito.

lunes, 27 de febrero de 2012

Cruce


Por: Arturo Pérez Reverte
Cruzaba la calle cuando comprendió que no le importaba llegar al otro lado.

viernes, 24 de febrero de 2012

La última confesión


Por: Beatcho G.H.
En su lecho de muerte y con la ayuda de un respirador artificial confesó ante sus hijos la existencia de un medio hermano.

jueves, 23 de febrero de 2012

¡Renuncia!


Por: Franz Kafka

Era muy temprano por la mañana, las calles estaban limpias y vacías, yo iba a la estación. Al verificar la hora de mi reloj con la del reloj de una torre, vi que era mucho más tarde de lo queyo creía, tenía que darme mucha prisa; el sobresalto que produjo este descubrimiento me hizo perder la tranquilidad, no me orientaba todavía muy bien en aquella ciudad. Felizmente había un policía en las cercanías, fui hacia él y le pregunté, sin aliento, cuál era el camino. Sonrió y dijo:

-¿Por mí quieres conocer el camino?

-Sí –dije-, ya que no puedo hallarlo por mí mismo.

-Renuncia, renuncia -dijo, y se volvió con gran ímpetu, como las gentes que quieren quedarse a solas con su risa.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Página asesina

Por: Julio Cortázar

En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.

martes, 21 de febrero de 2012

La extranjera



Por: Nuria Amat

Se han apoyado en la baranda del faro. Han llegado hasta aquí sin miedo.
Atraídos por el amor al vértigo. Guiados por una flecha insolente de la noche. Ella mira hacia abajo. El mar la deslumbra. Olas hinchadas como venas patean su rabia contra la muralla de rocas. Él le pide: Ámame.
Ella no responde. Es joven y cierra los ojos como si estuviera viviendo muchas muertes. Ella teme saltar. Él le reclama: Bésame. La luz del faro indaga por las cosas perdidas y los encuentra a ellos. Amantes de las sombras son el blanco del silencio. Ella quiere saltar porque en su garganta tiene un nudo de reproches. Como él no pregunta, tampoco ella le responde. Su pasado es un mapa deshecho. Viene de un país hundido. No resulta fácil decir lo que se piensa. Y ella piensa demasiado. Ahora abre los ojos para ver el naufragio de su alma. Él la abraza como si quisiera desnudar su rabia. Ella le pide: Mátame.

domingo, 19 de febrero de 2012

El drama del desencantado


Por: Gabriel García Márquez

...el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.

viernes, 17 de febrero de 2012

Un gato melómano

A Ofelia Alarcón.
—Puedo entender que un camarero o un empleado de banca
detesten su trabajo, pero no un músico.
Vikram Seth

 
Por: Omar Piña

Este era un gato a quien le gustaba el jazz y a pesar de que no dejaba “gata viva en el vecindario”, era tan vanidoso que, después de lamer la leche tibia que le servían en el tazón, se pintaba el hocico.

Ya sé que ustedes me dirán cuánto exagero. Pero este gato era tan culto tan más como el que ronronea a los pies del refinadísimo Paco Ignacio. Y además de la severa inclinación que nuestro minino sentía por la música, el sexo opuesto y la buena mesa, también disfrutaba escabullirse cada tarde, si el proceso de digestión se lo permitía, cuando al estudio de su amo llegaban los tres enfadosos músicos, dispuestos a ensayar durante horas, las aburridísimas piezas de cámara que luego de semanas de práctica, estrenaban como el Cuarteto Górecki, en teatros de mediana reputación de aquella ciudad.

Pero no es que el gato odiara las magistrales composiciones de Vivaldi, o de Bach, o de Mozart (que por lo visto estos músicos no conocían a más luminarias, porque jamás salían de esa triada)… En el fondo o espectro de la séptima de sus vidas, odiaba que esos atildados lo tomaran como referencia para cerciorarse de la calidad o la pasión que ejecutaban con sus instrumentos lo escrito y ordenado en las partituras.

—Alto, alto, alto, alto —repetía el histriónico y desgarbado Maximiliano, el primer violinista del Górecki.

—Hemos entrado mal: vean a Diapasón —chillaba.

Los otros músicos volteaban a ver hacia el rincón donde se acurrucaba el gato, quien a pesar de aquella palabra, “diapasón”, no era la horquilla de acero que da notas puras sino eso, un verdaderos “Felis Leo” de pelambre sedosa y con una descompensada proporción que lo dotaba de grasa y lo hacía ver falto de carnes.

—¿Y esperas que ese haragán nos sirva de metrónomo? —preguntaba Víctor, violoncellista del cuarteto y amo de Diapasón, el gato. Después de la risa colectiva, Maximiliano explicaba que si los mininos no sabían de compases, tenían en sí el privilegio del sentido del ritmo y que en los minutos transcurridos del ensayo, Diapasón ni siquiera había mostrado intención de mover la cola.

—Ese animal come más que su dueño, no puede ni moverse. Si quieres le tocamos un valsecito, a ver si con eso se despereza —terciaba Edson, el segundo violín.

Quizá por eso el cuarteto no rea tan bien reputado; escenas como la anterior se repetían con frecuencia y los ensayos se transformaban de formalidad para con la música, en tertulias cafeteras más dignas de verdaderos logros coronados de escritores.

Diapasón nunca se aturdió por aquellas discusiones tan improductivas. De cualquier forma, a él le gustaba el jazz. Cuando el gato cumplió tres semanas de nacido, fue regalado a Víctor por su novia en turno y como el músico estaba convencido de que para mantener la destreza en el repertorio sinfónico, un músico de cepa duerme con un fondo musical contrario a sus intereses, el minino se habituó a las ocho horas diarias del canal de jazz, que transmitía veinticuatro horas del mejor repertorio mundial.

Escuchar, sincopar, balancear, jazzear, degustar, tragar, eructar, amar, fanfarronear, descansar y ronronear, eran los once verbos favoritos de Diapasón, quien a sus tres años aún no terminaba de quemar la segunda vida. Era un gato excéntrico y le gustaba el jazz.

jueves, 16 de febrero de 2012

Venganza de traición

Por: Hernán Jorge Pérez

La víctima de la traición se sintió arrebatada por la indignación y tramó venganza. Clavó su mejor puñal con toda su furia sobre el pecho de su victimario.

Cuando yacía en el suelo y el último suspiro escapaba de su boca, comprendió que tanto en la traición como en el suicidio, víctima y victimario son la misma persona.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Persecuta

Por: Mario Benedetti 

Como en tantas y tantas de sus pesadillas, empezó a huir despavorido. Las botas de sus perseguidores sonaban y resonaban sobre las hojas secas. Las omnipotentes zancadas se acercaban a un ritmo enloquecido y enloquecedor.

Hasta no hace mucho, siempre que entraba en una pesadilla, su salvación había consistido en despertar, pero a esta altura los perseguidores habían aprendido esa estratagema y ya no se dejaban sorprender.

Sin embargo esta vez volvió a sorprenderlos. Precisamente en el instante en que los sabuesos creyeron que iba a despertar, él, sencillamente, soñó que se dormía.

martes, 14 de febrero de 2012

Amor antes, durante y después de la lluvia

Por: Rafael R. Valcárcel

Me llamó la atención él, por su forma de mirarla, como si no fuese una desconocida que veía por vez primera, pero así era. Él había subido en la misma estación que yo y estaba solo.

Recién en la siguiente parada, ella entró al autobús y no se percató de su presencia, pese a que se sentó junto a él. Después, sacó de la mochila un dossier de ilustraciones. Él, como ya dije, la miraba, como si evocase un centenar de momentos compartidos: el otoño en que la lluvia los llevó a refugiarse en el mismo lugar, la excusa para hablarle, un número de teléfono, los días de dudas, la timidez de él para invitarla a salir, los silencios de ella para retrasar la cita, el recital en el que coincidieron, el beso, los besos, las confesiones, los descubrimientos, cenas de dos, reuniones, compromisos, el compromiso, hijos y deseos de seguir soñando. ¿Y si únicamente le recordase a un antiguo amor? O quizá, sin aguzar tanto la memoria, ella era la silueta vacía de sus anhelos, de esa ilusión latente que lo mantuvo despierto, de un desenlace feliz que ya había vivido durante cada noche de insomnio.

Yo no tenía pensado tomar un autobús, ella tampoco. Afuera había dejado de llover. Le pregunté si las ilustraciones eran suyas.

lunes, 13 de febrero de 2012

viernes, 10 de febrero de 2012

Las vírgenes feas

Por: Lidoly Chávez Guerra



A la victoria del FMLN, en El Salvador

La Manuela había espachurrado ajo toda la mañana, así que de la cocina salía un olor envolvente que yo sabía le iba a durar en los dedos por lo menos tres días. La vi llenar un cuenco de ajos machacados, y luego otro y otro, y no me alarmaba mientras pensaba que era para la sopa. Pero cuando vi a la Manuela caminar al cantero y amasar el ajo con tierra húmeda en un cazo, le dije «ah, ahora sí que vos estas soreca, tata ¿vamos a comer suelo aliñado?». «No juegues», me dijo, «que ahorita cuando se nos acabe la poca tortilla que queda, voy a pensar en unos tamalitos de barro», y se rió. A mí siempre me gustaba aquella risa linda de la Manuela, como si no le tuviera miedo a nada en el mundo. «Ven», me llamó, «¿ves cómo espanta a los zompopos?». Yo no veía nada, pero ella decía que por tanto zompopero hacía tiempo que no teníamos flores. El ajo es bueno, dijo.
La miraba, día tras día, velar el cantero. Se acercaba con la puntita del cuchillo a ver si había brotado algún retoño, pero en vano. La tierra estaba muerta y los zompopos seguían su pachanga como si nada. Una mañana, antes de que saliera el sol, la Manuela me tiró de la cama. Andate, dijo, que vamos adonde la virgen, y le vi el rosario entre los dedos. Se puso una mantilla blanca y el único vestidito decente que usaba para ir a Coatepeque. Pensé que algo malo había pasado, pero no me atreví a preguntarle una palabra. Trataba, por mi parte, de descubrirle algún gesto revelador por entre los pliegues casi azulosos del tul.
De la iglesia siempre me sorprendía el contraste entre el bullicio de los vendedores de estampas o velas, y aquel silencio de espanto en la nave. Manuela caminaba con paso firme y de vez en cuando se persignaba frente a las imágenes. Me jalaba por el brazo y mi impulso la chocaba cuando se detenía en seco. «¡La cruz!», me susurró finalmente. Entonces empecé a imitarla y hacía como si me agachara frente a las santas. Llegó a un banquillo y yo me arrodillé junto a ella. La oía murmurando cerca de mí aquellos rezos que aún hoy me pregunto qué podrían haber dicho. «Cierra los ojos», me dijo primero, y luego «¡Vamos ya!». La seguí casi a las carreras. Traté de igualar mi paso corto a su estilo distinguido y su frente en alto, pero estaba aún demasiado expuesta a los asombros. «Flores, señoritas», insistió un hombre interrumpiendo el paso. «Ya tenemos, gracias», dijo Manuela, y solo entonces vi el ramo enorme de dalias que llevaba en la mano contraria.¿De dónde las había sacado? «Ma, seguro que es pecado robarle las flores a la virgen». Ella no contestó. Yo no sabía si poner cara pícara, como que habíamos hecho una travesura, o un gesto grave de consternación. Yo no quería que la virgen me castigara por la complicidad en el delito. Pero descubrí a unos cuilios cerca de la esquina y temí, porque la virgen estaba demasiado lejos para condenarme, y aquellos tenían unos cañonotes largos colgados al hombro. Yo miré a la Manuela, y la mirada pétrea, de una dureza impenetrable, avanzaba de prisa rasgando el aire. Los cuilios le silbaron y le dijeron groserías. No las entendía, pero había aprendido a distinguirlas por el tono. Era de las primeras enseñanzas que nos inculcaban a las nenas. Manuela siguió, y yo me puse muy nerviosa, pensé que nos iban a prender por robarle las flores a una santa. «Anda, deprisa», dijo Manuela y no paramos hasta la casa.
Entonces la vi desparramar el mazo en pequeños ramilletes. Allí, sobre los anaqueles del armario viejo, existía un altar que nunca había imaginado. Una veintena de estampas, amarillas ya, descansaban junto a vasijas con flores secas. Me acerqué, detallé los rostros del panteón de la Manuela. No eran ángeles nevados los que estaban ahí, mirando desde el cartón. No, como la Santa Rita, de nariz filosa y ojos azules, o la inmaculada Santa Liduvina, que yo había visto en una cartilla de Semana Santa, todas cheles y bellas y limpias, con los mantones brocados hasta el piso. En aquellas postales las vírgenes reían a veces, o miraban tristes así, a la nada. Una tocaba guitarra, y otra estaba vestida de militar, con botas de hombre y un fusil contra el piso. Eran indígenas, o gordas, o rugosas, como la tierra seca que no quería florecer.
La Manuela cambió con ternura el agua de los vasos, acomodó los nuevos ramilletes junto a sus santas, les conversó y lloró como niña junto a ellas. Tomó algunas estampas en sus manos y mencionaba nombres, como si hubieran sido sus hermanas, más que yo. Un día tras otro la vi traer flores. A veces lo hacía sin mí. Su altar se poblaba cada vez más con nuevas caras. En ocasiones eran casi cipotas. «No podemos sufrir más», la oí decir, y algo como «lucha» o «guerrita» o «guerrilla». Y era tanta la fuerza, o… no sé… la fe tan grande que depositaba en esas extrañas oraciones, de las que nunca había oído en misa, que estuve segura de que alguna vez, alguna de esas muchas santas manchadas, la iba a oír.

Lidoly Chávez Guerra
La Habana, Cuba

jueves, 9 de febrero de 2012

El engaño

Por: Carlos Af


Las manos le tiemblan al sacar la llave de la cartera.
El llamado la había descolocado completamente. Oscar, su marido, no podía estar engañándola mientras ella ganaba el dinero necesario para pagar la hipoteca. “Lo vi entrar, y a los pocos minutos vi entrar a una mujer”, le había advertido su vecina y amiga.
Sus manos torpemente buscan la cerradura en el más absoluto silencio. Quiere sorprenderlo allí, en el momento justo. Sabe que el más mínimo ruido la pondría en evidencia.
La llamada no pudo ser más oportuna, ya que en ausencia de su jefe -de viaje de negocios en Londres- ella podía ir y venir a su antojo, sin que nadie la controlase. Aprovechó el primer taxi que pasó por la avenida y casi balbuceando le indicó el destino al conductor. El tránsito jugó a su favor, y en pocos minutos estaba frente a su departamento, maldiciendo a su marido en el silencio de la quietud previa a la tormenta…
Media vuelta de llave… Y la puerta cede levemente. Puede percibir el perfume de mujer del otro lado, invadiendo sus pulmones. “Ni siquiera se tomaron el trabajo de cerrar con llave”, piensa.
Mientras respondía con silencio al inútil intento del chofer del taxi de comenzar una charla, planificó cuidadosamente su accionar al sorprender al infractor. ¿Quién sería la destructora de su paz y armonía? ¿Justo ahora viene a pasar esto? ¿Justo ahora que ,en apenas dos días más, debía alcanzar a su jefe en Inglaterra para colaborar con el lanzamiento del producto a nivel mundial? Tres años de su vida tras este logro… Y Alan, su jefe, la necesitaba con todas las energías enfocadas en esto.
Sigilosamente se descalza en la entrada para no hacer ruido. Deja a un lado su cartera y tapado de piel. Ahora siente desprecio por ese tapado. Se lo regaló Oscar la última navidad. Paso a paso se dirige hacia la habitación. Siente ruidos… Una mujer está hablando…
Mientras subía el ascensor pensó dirigirse primero a la cocina y tomar un cuchillo, pero la sangre nunca fue su punto fuerte. Armas no tenía, a pesar de la insistencia de Oscar por adquirir una como defensa personal. De todas maneras, creyó que lo mejor era descubrir la infamia, superar el conflicto, y reunirse con su jefe con la entereza de una Secretaria Ejecutiva de Dirección bien pagada. El resto, lo harían los mejores abogados que el dinero pueda comprar. Oscar no estaba pasando un buen momento, y tendría que ceder a todos sus caprichos.
La voz se hace más fuerte. Siente los jadeos de Oscar. Su furia se vuelve incontenible, y como un huracán abre la puerta del dormitorio.
La única persona que atiende su súbito ingreso fue Paula, su hermana.
“Él me llamó desesperado, me dijo que había hecho una locura!!!”. Dice Paula con visible consternación y lágrimas en los ojos. Su rostro está desfigurado y sus ojos llenos de odio miran fijos a los de su hermana. “¡¡¡¿Qué hiciste Liz?!!!”.
A su lado, está el cuerpo de Oscar. Sus manos mezclan la sangre de sus venas abiertas con varias fotografías en las que se observa a Liz y Alan besándose apasionadamente en el ingreso de un albergue transitorio.
Londres tendrá que esperar…

miércoles, 8 de febrero de 2012

Su amor no era sencillo


Por: Mario Benedetti 

Los detuvieron por atentado al pudor.  Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo.  Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia.  Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.


martes, 7 de febrero de 2012

Virginia Woolf


Nació el 25 de enero de 1882 en Londres. En 1905, tras el fallecimiento de su padre, el biógrafo y filósofo Leslie Stephen, se mudó a Bloomsbury, ciudad donde se reunirían los librepensadores. Nunca fue a la escuela, sus estudios los realizó en su casa. En 1912 contrajo matrimonio con el escritor Leonard Woolf. Cinco años después crearían la editorial Hogarth. En sus primeras novelas, Fin de viaje (1915), Noche y día (1919) y El cuarto de Jacob (1922), aparece expuesta su intención de llevar las novelas a algo más que a una mera narración. En sus siguientes novelas, La señora Dalloway (1925) y Al faro (1927), consigue expresar los sentimientos interiores de los personajes, y grandes efectos psicológicos por medio de imágenes, metáforas y símbolos. Otras novelas destacadas son, Las olas (1931) y Orlando (1928). Además escribió biografías y ensayos tan famosos como Una habitación propia (1929), donde aparece una crítica por la poca valoración de los derechos de la mujer. Se suicidó rellenándose los bolsillos del vestido con piedras y zabulléndose en un río el 29 de marzo de 1941.







Fuente: http://literatura.itematika.com/biografia/e132/virginia-woolf.html


La casa encantada


Por: Virginia Woolf

A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.
«Lo dejamos aquí», decía ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmuraba ella. «Y también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o les despertaremos.»
Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo la cortina», podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo han encontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Las manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped.
Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de la ventana reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el vidrio. Si ellos se movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a mostrar su cara amarilla. Sin embargo, en el instante siguiente, cuando la puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando de las paredes, pendiente del techo... ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordo cruzó la alfombra; de los más profundos pozos de silencio la paloma torcaz extrajo su burbuja de sonido. «A salvo, a salvo, a salvo...», latía suavemente el pulso de la casa. «El tesoro está enterrado; el cuarto...», el pulso se detuvo bruscamente. Bueno, ¿era esto el tesoro enterrado?
Un momento después, la luz se había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árboles tejían penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, frescamente hundido bajo la superficie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del vidrio. Muerte era el vidrio; muerte mediaba entre nosotros; acercándose primero a la mujer, cientos de años atrás, abandonando la casa, sellando todas las ventanas; las estancias quedaron oscurecidas. Él lo dejó allí, él la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del sur; buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma. «A salvo, a salvo, a salvo», latía alegremente el pulso de la casa. «El tesoro es tuyo.»
El viento sube rugiendo por la avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y hacia allá. Rayos de luna chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la vela. Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja de duendes busca su alegría.
«Aquí dormimos», dice ella. Y él añade: «Besos sin número.» «El despertar por la mañana...» «Plata entre los árboles...» «Arriba...» «En el jardín...» «Cuando llegó el verano...» «En la nieve invernal...» Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave sonido como el latido de un corazón.
Se acercan más; cesan en el pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio. Nuestros ojos se oscurecen; no oímos pasos a nuestro lado; no vemos a señora alguna extendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la linterna. Con un suspiro, él dice: «Míralos, profundamente dormidos, con el amor en los labios.»
Inclinados, sosteniendo la linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente. Larga es su espera. Entra directo el viento; la llama se vence levemente. Locos rayos de luna cruzan suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados; los rostros que consideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan su dicha oculta.
«A salvo, a salvo, a salvo», late con orgullo el corazón de la casa. «Tantos años...», suspira él. «Me has vuelto a encontrar.» «Aquí», murmura ella, «dormida; en el jardín leyendo; riendo, dándoles la vuelta a las manzanas en la buhardilla. Aquí dejamos nuestro tesoro...» Al inclinarse, su luz levanta mis párpados. «¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!», late enloquecido el pulso de la casa. Me despierto y grito: «¿Es este el tesoro enterrado de ustedes? La luz en el corazón.»

lunes, 6 de febrero de 2012

La cucaracha estrecha

Por: Julio Cortázar

Un fama descubrió que la virtud era un microbio redondo y lleno de patas. Instantáneamente dio a beber una gran cucharada de virtud a su suegra. El resultado fue horrible: Esta señora renunció a sus comentarios mordaces, fundó un club para la protección de alpinistas extraviados y en menos de dos meses se condujo de manera tan ejemplar que los defectos de su hija, hasta entonces inadvertidos, pasaron a primer plano con gran sobresalto y estupefacción del fama. No le quedó más remedio que dar una cucharada de virtud a su mujer, la cual lo abandonó esa misma noche por encontrarlo grosero, insignificante, y en un todo diferente de los arquetipos morales que flotaban rutilando ante sus ojos.

El fama lo pensó largamente, y al final se tomó un frasco de virtud. Pero lo mismo sigue viviendo solo y triste. Cuando se cruza en la calle con su suegra o su mujer, ambos se saludan respetuosamente y desde lejos. No se atreven ni siquiera a hablarse, tanta es su respectiva perfección y el miedo que tienen de contaminarse.

viernes, 3 de febrero de 2012

Armonía


Por: Andrés Santiago

He consultado el oráculo del tiempo, y me habló de demonios históricos, de sudores mal pagos con salarios de sales transpiradas. He consultado al brujo de los mares y él me habló de mareas repetidas, de atardeceres en la bruma de la confusión. Me habló también de agua y sal, que lavarán la memoria. He consultado a los dioses de la creación, ellos están sentados en su cómodo confín, reposando los sueños de la armonía. Ellos, me hablaron de soles que brillan en la soledad, de estrellas que ya no relucen, de arenas errantes, de caminos... Si, me hablaron de caminos, pero ninguna  respuesta.
Por último, consulté a la sabia de los sabios y ella... Ella sólo secó sus lagrimas con mi pañuelo de preguntas, luego lo escurrió. No fue agua lo que caía del ajeado lienzo... Lo que caía, eran gotas de esperanza.
Yo, no conformé con la respuesta me sumergí a nadar en el lienzo, y me ahogué.
Nadie me escuchó pedir auxilio.

Santiago Andrés
General Pico, La Pampa, Argentina

jueves, 2 de febrero de 2012

Pueblerina

Por Juan José Arreola

Al volver la cabeza sobre el lado derecho para dormir el último, breve y delgado sueño de la mañana, don Fulgencio tuvo que hacer un gran esfuerzo y empitonó la almohada. Abrió los ojos. Lo que hasta entonces fue una blanda sospecha, se volvió certeza puntiaguda.

Con un poderoso movimiento del cuello don Fulgencio levantó la cabeza, y la almohada voló por los aires. Frente al espejo, no pudo ocultarse su admiración, convertido en un soberbio ejemplar de rizado testuz y espléndidas agujas. Profundamente insertados en la frente, los cuernos eran blanquecinos en su base, jaspeados a la mitad, y de un negro aguzado en los extremos.

Lo primero que se le ocurrió a don Fulgencio fue ensayarse el sombrero. Contrariado, tuvo que echarlo hacia atrás: eso le daba un aire de cierta fanfarronería.

Como tener cuernos no es una razón suficiente para que un hombre metódico interrumpa el curso de sus acciones, don Fulgencio emprendió la tarea de su ornato personal, con minucioso esmero, de pies a cabeza. Después de lustrarse los zapatos, don Fulgencio cepilló ligeramente sus cuernos, ya de por sí resplandecientes.

Su mujer le sirvió el desayuno con tacto exquisito. Ni un solo gesto de sorpresa, ni la más mínima alusión que pudiera herir al marido noble y pastueño. Apenas si una suave y temerosa mirada revoloteó un instante, como sin atreverse a posar en las afiladas puntas.

El beso en la puerta fue como el dardo de la divisa. Y don Fulgencio salió a la calle respingando, dispuesto a arremeter contra su nueva vida. Las gentes lo saludaban como de costumbre, pero al cederle la acera un jovenzuelo, don Fulgencio adivinó un esguince lleno de torería. Y una vieja que volvía de misa le echó una de esas miradas estupendas, insidiosa y desplegada como una larga serpentina. Cuando quiso ir contra ella el ofendido, la lechuza entró en su casa como el diestro detrás de un burladero. Don Fulgencio se dio un golpe contra la puerta, cerrada inmediatamente, que le hizo ver estrellas. Lejos de ser una apariencia, los cuernos tenían que ver con la última derivación de su esqueleto. Sintió el choque y la humillación hasta la punta de los pies.

Afortunadamente, la profesión de don Fulgencio no sufrió ningún desdoro ni decadencia. Los clientes acudían a él entusiasmados, porque su agresividad se hacía cada vez más patente en el ataque y la defensa. De lejanas tierras venían los litigantes a buscar el patrocinio de un abogado con cuernos.

Pero la vida tranquila del pueblo tomó a su alrededor un ritmo agobiante de fiesta brava, llena de broncas y herraderos. Y don Fulgencio embestía a diestro y siniestro, contra todos, por quítame allá esas pajas. A decir verdad, nadie le echaba sus cuernos en cara, nadie se los veía siquiera. Pero todos aprovechaban la menor distracción para ponerle un buen par de banderillas; cuando menos, los más tímidos se conformaban con hacerle unos burlescos y floridos galleos. Algunos caballeros de estirpe medieval no desdeñaban la ocasión de colocar a don Fulgencio un buen puyazo, desde sus engreídas y honorables alturas. Las serenatas del domingo y las fiestas nacionales daban motivo para improvisar ruidosas capeas populares a base de don Fulgencio, que achuchaba, ciego de ira, a los más atrevidos lidiadores.

Mareado de verónicas, faroles y revoleras, abrumado con desplantes, muletazos y pases de castigo, don Fulgencio llegó a la hora de la verdad lleno de resabios y peligrosos derrotes, convertido en una bestia feroz. Ya no lo invitaban a ninguna fiesta ni ceremonia pública, y su mujer se quejaba amargamente del aislamiento en que la hacía vivir el mal carácter de su marido.

A fuerza de pinchazos, varas y garapullos, don Fulgencio disfrutaba sangrías cotidianas y pomposas hemorragias dominicales. Pero todos los derrames se le iban hacia dentro, hasta el corazón hinchado de rencor.

Su grueso cuello de Miura hacía presentir el instantáneo fin de los pletóricos. Rechoncho y sanguíneo, seguía embistiendo en todas direcciones, incapaz de reposo y de dieta. Y un día que cruzaba la plaza de armas, trotando a la querencia, don Fulgencio se detuvo y levantó la cabeza azorado, al toque de un lejano clarín. El sonido se acercaba, entrando en sus orejas como una tromba ensordecedora. Con los ojos nublados, vio abrirse a su alrededor un coso gigantesco; algo así como un Valle de Josafat lleno de prójimos con trajes de luces. La congestión se hundió luego en su espina dorsal, como una estocada hasta la cruz. Y don Fulgencio rodó patas arriba sin puntilla.

A pesar de su profesión, el notorio abogado dejó su testamento en borrador. Allí expresaba, en un sorprendente tono de súplica, la voluntad postrera de que al morir le quitaran los cuernos, ya fuera a serrucho, ya a cincel y martillo. Pero su conmovedora petición se vio traicionada por la diligencia de un carpintero oficioso, que le hizo el regalo de un ataúd especial, provisto de dos vistosos añadidos laterales.

Todo el pueblo acompañó a don Fulgencio en el arrastre, conmovido por el recuerdo de su bravura. Y a pesar del apogeo luctuoso de las ofrendas, las exequias y las tocas de la viuda, el entierro tuvo un no sé qué de jocunda y risueña mascarada.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Rutinas


Por: Mario Benedetti

A mediados de 1974 explotaban en Buenos Aires diez o doce bombas por la noche. De distinto signo, pero explotaban. Despertarse a las dos o las tres de la madrugada con varios estruendos en cadena, era casi una costumbre. Hasta los niños se hacían a esa rutina.
Un amigo porteño empezó a tomar conciencia de esa adaptación a partir de una noche en que hubo una fuerte explosión en las cercanías de su apartamento, y su hijo, de apenas cinco años, se despertó sobresaltado.

"¿Qué fue eso?", preguntó. Mi amigo lo tomó en brazos, lo acarició para tranquilizarlo, pero, conforme a sus principios educativos, le dijo la verdad: "Fue una bomba". "¡Qué suerte!", dijo el niño. "Yo creí que era un trueno".