Por: Julio Cortázar
Un fama descubrió que la virtud era un
microbio redondo y lleno de patas. Instantáneamente dio a beber una gran
cucharada de virtud a su suegra. El resultado fue horrible: Esta señora
renunció a sus comentarios mordaces, fundó un club para la protección de
alpinistas extraviados y en menos de dos meses se condujo de manera tan
ejemplar que los defectos de su hija, hasta entonces inadvertidos, pasaron a
primer plano con gran sobresalto y estupefacción del fama. No le quedó más
remedio que dar una cucharada de virtud a su mujer, la cual lo abandonó esa
misma noche por encontrarlo grosero, insignificante, y en un todo diferente de
los arquetipos morales que flotaban rutilando ante sus ojos.
El fama lo pensó
largamente, y al final se tomó un frasco de virtud. Pero lo mismo sigue
viviendo solo y triste. Cuando se cruza en la calle con su suegra o su mujer,
ambos se saludan respetuosamente y desde lejos. No se atreven ni siquiera a
hablarse, tanta es su respectiva perfección y el miedo que tienen de
contaminarse.
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