miércoles, 30 de noviembre de 2011

Tía Mónica

Por:  Ángeles Mastretta


A veces la tía Mónica quería con todas sus ganas no ser ella. Detestaba su pelo y su barriga, su manera de caminar, sus pestañas lacias y su necesidad de otras cosas aparte de la paz escondida en las macetas, del tiempo yéndose con trabajos y tan aprisa que apenas dejaba pasar algo más importante que el bautizo de algún sobrino o el extraño descubrimiento de un sabor nuevo en la cocina.

La tía Mónica hubiera querido ser un globo de esos que los niños dejan ir al cielo, para después llorarlos como si hubieran puesto algún cuidado en no perderlos. La tía Mónica hubiera querido montar a caballo hasta caerse alguna tarde y perder la mitad de la cabeza, hubiera querido viajar por países exóticos o recorrer los pueblos de México con la misma curiosidad de una antropóloga francesa, hubiera querido enamorarse de un lanchero en Acapulco, ser la esposa del primer aviador, la novia de un poeta suicida, la mamá de un cantante de ópera. Hubiera querido tocar el piano como Chopin y que alguien como Chopin la tocara como si fuera un piano.

La tía Mónica quería que en Puebla lloviera como en Tabasco, quería que las noches fueran más largas y más accidentadas, quería meterse al mar de madrugada y beberse los rayos de la luna como si fueran té de manzanilla. Quería dormir una noche en el Palace de Madrid y bañarse sin brasier en la fuente de Trevi o de perdida en la de San Miguel.

Nadie entendió nunca por qué ella no se estaba quieta más de cinco minutos. Tenía que moverse porque de otro modo se le encimaban las fantasías. Y ella sabía muy bien que se castigan, que desde que las empieza uno a cometer llega el castigo, porque no hay peor castigo que la clara sensación de que uno está soñando con placeres prohibidos.

Por eso ella puso tanto empeño en hacerse de una casa con tres patios, por eso inventó ponerle dos fuentes y convertir la parte de atrás en casa de huéspedes, por eso tenía una máquina de coser en la que pedaleaba hasta que todas sus sobrinas podían estrenar vestidos iguales los domingos, por eso en invierno tejía gorros y bufandas para cada miembro respetable o no de su familia, por eso una tarde ella misma se cortó el pelo que le llegaba a la cintura y que tanto le gustaba a su amoroso marido. Tan amoroso que para mantenerla trabajaba hasta volver en las noches con los ojos hartos y una beatífica pero inservible sonrisa de hombre que cumple con su deber.

Nadie ha hecho jamás tantas y tan deliciosas galletas de queso como la tía Mónica. Eran chiquitas y largas, pasaba horas amasándolas, luego las horneaba a fuego lento. Cuando por fin estaban listas las cubría de azúcar y tras contemplarlas medio segundo se las comía todas de una sentada.

-Lo malo -confesó una vez- es que cuando me las acabo todavía tengo lugar para alguna barbaridad y me voy a la cama con ella. Cierro los ojos para ver si se escapa, pero no. Entonces hablo con Dios: "Tú me la dejaste, te consta que he soportado todo el día de lucha. Esta va a ganarme y a ver si mañana me quieres perdonar".

Luego se dormía con la tentación entre los ojos, como una santa.

martes, 29 de noviembre de 2011

Manuel González Zeledón (Magón)


(San José Costa Rica, 24 de diciembre de 1864 – San José, Costa Rica, 29 de mayo de 1936),escritor costarricense, promotor de la cultura y literatura del país.
Pese a que nunca publicó una gran cantidad de obras, se le reconoce por trabajos que aportan a conocer un poco la vida y personalidad de un pueblo costarricense.
Magón cuenta historias en las que personifica muy bien al tico, como lo es El Clis de Sol, en el que el protagonista es fácilmente engañado por un europeo. Esto es un reflejo de la inocencia y la "falta de malicia", característica que tuvo el pueblo costarricense campesino.
Siempre se mostró aficionado a escribir. Comenzó su carrera en el periódico La Patria dirigido por otro importante escritor costarricenseAquileo J. Echeverría. Más tarde funda con otros escritores el periódico El País, con el que se opuso al gobierno de las iglesias, situación que atravesaba Costa Rica en ese entonces.
En 1932 se le dio el puesto de embajador de Costa Rica en Washington, y lo fue hasta 1936 año en el que fallece.
En 1953 la Asamblea Legislativa de Costa Rica, le da al título de Benemérito de la Patria designando a Magón como Benemérito de las Letra Patrias.
Una de sus obras fue el Clis del sol un cuento de unas gemelas y un engaño amoroso en el cual Magón aparece como un narrador testigo.
Fue primo del laureado escritor Aquileo J. Echeverría

http://es.wikipedia.org/wiki/Manuel_González_Zeledón_(Magón)

Clis de sol


Por: Manuel González Zeledón

No es cuento, es una historia que sale de mi pluma como ha ido brotando de los labios de ñor Cornelio Cacheda, que es un buen amigo de tantos como tengo por esos campos de Dios. Me la refirió hará cinco meses, y tanto me sorprendió la maravilla el no comunicarla para que los sabios y los observadores estudien el caso con el detenimiento que se merece.
Podría tal vez entrar en un análisis serio del asunto, pero me reservo para cuando haya oído las opiniones de mis lectores. Va, pues, monda y lironda, la consabida maravilla.
Nor Cornelio vino a verme y trajo consigo un par de niñas de dos años y medio de edad, como nacidas de una sola "camada" como él dice, llamadas María de los Dolores y María del Pilar, ambas rubias como una espiga, blancas y rosadas como durazno maduro y lindas como si fueran "imágenes", según la expresión de ñor Cornelio. Contrastaban la belleza infantil de las gemelas con la sincera incorrección de los rasgos fisionómicos de ñor Cornelio, feo si los hay, moreno subido y tosco hasta lo sucio de las uñas y lo rajado de los talones. Naturalmente se me ocurrió en el acto preguntarle por el progenitor feliz de aquel par de boquirrubias. El viejo se chilló de orgullo, retorció la jetaza de pejibaye rayado, se limpió las babas con el revés de la peluda mano y contestó:


-¡Pos yo soy el tata, más que sea feo el decilo! No se parecen a yo, pero es que la mama no es tan pior, y pal gran poder de mi Dios no hay nada imposible.


-Pero dígame, ñor Cornelio, ¿su mujer es rubia, o alguno de los abuelos era así como las chiquitas?


-No, señor; en toda la familia no ha habido ninguno gato ni canelo; todos hemos sido acholaos.


-Y entonces, ¿cómo se explica usted que las niñas hayan nacido con ese pelo y esos colores?


El viejo soltó una estrepitosa carcajada, se enjarró y me lanzó una mirada de soberano desdén. 


-¿De qué se ríe, ñor Cornelio?

-¿Pos no había de rirme, don Magón, cuando veo que un probe inorante como yo, un campiruso pion, sabe más que un hombre como usté que todos dicen qu'es tan sabido, tan leído y que hasta hace leyes onde el Presidente con los menistros?

-A ver, explíqueme eso.


-Hora verá lo que jue.


Nor Cornelio sacó de las alforjas un buen pedazo de sobado, dio un trozo a cada chiquilla, arrimó un taburete, en el que se dejó caer satisfecho de su próximo triunfo, se sonó estrepitosamente las narices, tapando cada una de las ventanas con el índice respectivo, restregó con la planta de la pataza derecha limpiando el piso, se enjugó con el revés de la chaqueta y principió su explicación en estos términos:


-Usté sabe que hora en marzo hizo tres años que hubo un clis de sol en que se oscureció el sol en todo el medio; bueno, pues, como unos veinte días antes Lina, mi mujer, salió habelitada de esas chiquillas. Dende ese entonces le cogió un desasosiego tan grande que aquello era cajeta: no había cómo atajala, se salía de la casa de día y de noche, siempre ispiando pal cielo; se iba al solar, a la quebrada, al charralillo del cerco, y siempre con aquel capricho y aquel mal que no había descanso ni más remedio que dejala a gusto. Ella había sido siempre muy antojada en todos los partos. Vea, cuando nació el mayor jue lo mesmo; con que una noche me dispertó tarde de la noche y m'hizo ir a buscarle cojoyos de cirgüelo macho. Pior era que juera a nacer la criatura con la boca abierta. Le truje los cojoyos; endespués otros antojos, pero nunca la llegué a ver tan desasosegada como con estas chiquitas. Pos hora verá, como l'iba diciendo, le cogió por ver pal cielo día y noche, y el día del clis de sol, qu'estaba yo en la montaña apiando un palo pa un eleje, es qu'estuvo ispiando el sol en el breñalillo del cerco dende buena mañana.


Pa no cansalo con el cuento, así siguió hasta que nacieron las muchachitas estas. No le niego que a yo se m'hizo cuesta arriba el velas tan canelas y tan gatas, pero dende entonces parece que hubieran traído la bendición de Dios. La mestra me las quiere y les cuece la ropa, el Político les da sus cincos, el Cura me las pide pa paralas con naguas de puros linoses y antejuelas en el altar pal Corpus y, pa los días de la Semana Santa, las sacan en la procesión arrimadas al Nazareno y al Santo Sepulcro; pa la Nochebuena las mudan con muy bonitos vestidos y las ponen en el portal junto a las Tres Divinas. Y todos los costos son de bolsa de los mantenedores, y siempre les dan su medio escudo, gu bien su papel de a peso gu otra buena regalía. ¡Bendito sea mi Dios que las jue a sacar pa su servicio de un tata tan feo como yo...! Lina hasta que está culeca con sus chiquillas, y dionde que aguanta que no se las alabancén. Ya ha tenido sus buenos pleitos con curtidas del vecindario por las malvadas gatas.


Interrumpí a ñor Cornelio temeroso de que el panegírico no tuviera fin, y lo hice volver al carril abandonado.


-Bien, ¿pero idiái?


-¿Idiái qué? ¿Pos no ve que jue por haber ispiao la mama el clis de sol por lo que son canelas? ¿Usté no sabía eso?


-No lo sabía, y me sorprende que usted lo hubiera adivinado sin tener ninguna instrucción.


-Pa qué engañalo, don Magón. Yo no juí el que adevinó el busiles. ¿Usté conoce a un mestro italiano que hizo la torre de la iglesia de la villa: un hombre gato, pelo colorao, muy blanco y muy macizo que come en casa dende hace cuatro años?


-No, ñor Cornelio.


-Pos él jue el que m'explicó la cosa del clis de sol.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Andrea Maturana

Andrea Maturana nació en Santiago, Chile, en 1969. Es autora de los volúmenes de cuentos (Des) encuentros (des) esperados (2000) y No decir (2006), y de los libros infantiles Eva y su Tan (2005), Siri y Mateo (2006), todos ellos en Alfaguara, y La isla de las langostas (1997), un cuento para niños publicado en México. Varios de sus relatos han sido incluidos en antologías nacionales y del extranjero. En 1997 publicó su primera novela,El daño, que contó con una muy buena acogida por parte del público y de la crítica, y ha sido traducida al holandés.


Referencia: 
http://www.alfaguara.com/es/autor/andrea-maturana/



Roce 3


Por: Andrea Maturana

Apenas entro, el tipo se me pega por la espalda. Cada mañana sube mucha gente, dejando el ascensor con una mezcla de olor a pasta de dientes, aftershave o desodorante. Si no tuviera que subir nueve pisos lo haría a pie. Odio cualquier cosa encerrada de la que no me pueda bajar a voluntad.

            Estoy tan ocupada con mis asuntos que no lo veo. Sólo sé que está ahí, cerca del lugar que yo ocupo. Intento percibir su olor (tal vez así sepa su alguna otra vez estuvimos juntos en el edificio), pero no tiene ninguno en particular y eso me pone nerviosa. Me recuerda a Juan Pablo; eso suponiendo que pudiera recordarlo. Desde siempre he arrastrado los recuerdos en torno a un olor. Hay personas que me resultan inaguantables porque no soporto su halo y hombres de los que me he enamorado antes de verlos; a través de una prenda en casa de amigas o por la estela de presencia que dejan al pasar.

            No logro entender por qué está tan cerca de mí, si el ascensor es lo suficientemente espacioso y está vacío porque es más temprano que de costumbre. Hay espejos al fondo y a los costados. Percibo que me mira alternadamente a mí y en el reflejo, como queriendo ver algo que a simple vista no se percibe. Tengo una extraña sensación de sofoco que no puedo justificar porque el aire sobra y no siento olores especialmente molestos.

            Se me ocurre, aunque ya apreté el botón número nueve, marcar uno de un piso anterior para bajarme y seguir el camino a pie, pero cuando voy a hacerlo me sujeta la mano desde atrás. Sin fuerza; sin ninguna necesidad de ser brusco, pero con una seguridad que se impone y ni siquiera me permite resistirme. No me volteo. Tengo miedo. Me suelta la mano y alarga la suya hacia el panel de control. Aprieta el botón de emergencias y el ascensor se detiene.

            Querría poder decirle algo, como que tengo claustrofobia, o simular un ataque de asma o un desmayo, pero estoy paralizada. Tal vez contarle un chiste o preguntarle su nombre para liberar la tensión. Sé que es esa tensión la que conlleva peligro, pero no puedo hacer nada. Abro la boca y no me sale la voz. Ni siquiera puedo enfrentarlo con la vista para inhibirlo. Oigo mi propia respiración entrecortada. No siento la suya. De pronto se acerca a mi oído con un tempo que no podría ser sensual, pero se queda ahí como dudando y luego me dice: “Ayúdeme. Estoy solo.”

            Me vienen a la cabeza todas las historias de ascensores que alguna vez oí: las escenas eróticas de las películas, los coqueteos de Carla que son tantos que ya no sé si creerle; Miguel y su idilio con una enfermera, cuando lo tuvieron meses en el hospital después del accidente. Hace un tiempo quería escribir un cuento para desmitificar todo eso. Llevo años subiendo en este aparato para llegar al mismo noveno piso y nunca pasó nada. Hasta ahora. Me parece ridículo. Un hombre desconocido acaba de detenerlo y, en vez de intentar seducirme o violarme, me pide ayuda. No me atrevería ni a contárselo a alguien. Pienso que puede ser una maniobra para acercarse y nada más, que tal vez lleva un tiempo mirándome y (por algo así como deferencia o por la inexplicable cordura de los locos) encontró demasiado violenta la idea de forzarme como primera aproximación.

-¿Qué quiere? – le digo, sin voltearme.
-Que me escuche. Nada más. La elegí entre decenas de personas y espero que no me diga que no.
-¿Y pretende que estemos detenidos para siempre? Hay gente que trabaja en este edificio.
-Eso depende de usted. Sólo escuche. Si me quiere mirar, me mira.
           
            Por un momento desearía hacerlo, romper el aire lanzándole una mirada que lo partiera en dos, pero algo de él me intimida. Tal vez sea su voz. Tal vez sea su inexplicable falta de olor. Prefiero escuchar así, de espaldas.

-He sido bastante feliz. He tenido mucho de lo que cualquier persona podría desear. Pero meses atrás desperté y no había nadie al otro lado de la cama. Miré la puerta y ahí estaba Eugenia, de pie y sosteniendo un gran bolso con sus cosas. “Me voy”, me dijo. “Nunca dejé de estar sola a tu lado.” Y salió con una calma inusitada dejándome ahí, sin saber qué hacer. Ni siquiera lloré, aunque todavía se me atraviesa el dolor. No es una pena por Eugenia o porque se haya ido, sino por lo que me dijo. He estado pensando en eso y me doy cuenta de que es verdad: en estar con otro hay el espejismo de una comunión que no alcanzamos nunca. Y cada vez que vivimos juntos esos segundos previos al orgasmo, creemos que los dos somos uno y esa fusión la mantendríamos eternamente. Pero eso termina. Y luego estamos desnudos uno junto a otro, en el mejor de los casos disfrutando con el recuerdo repasándolo minuciosamente, y sentimos que nuestra soledad se ptencia porque un minuto atrás vivimos la ilusión de estar fundidos. Yo sé que Eugenia no me dejó por otro. Que va a salir con su maleta a buscar y que no va a encontrar nunca, porque ese dolor de la separación es como una condena. Yo también lo siento. Por eso quería hablar con usted. Porque la veo subir a este ascensor y pienso que alguna vez debe haber querido detenerlo en cada uno de los pisos para ver si a la bajada se encontraba de frente con el hombre que sueña para usted. Y no lo ha hecho por pudor, pero sabe que si lo hiciera jamás encontraría lo que busca porque eso no existe. Porque no podemos liberarnos de nuestra compañera soledad. ¿O no?

-No tiene derecho a decirme eso. Yo no lo conozco. Y usted estará muy solo, pero me agrede intentando convencerme de que yo también lo estoy. Eso es cosa mía y a usted no le hace ninguna diferencia lo que a mí me pase. Por favor eche a andar este ascensor y déjeme seguir con mi vida am i manera.

-¿Por qué no me mira? Tal vez verme le ayude.
-No sea ridículo. Yo no he venido a pedirle ayuda. Estoy haciendo el mismo camino que hago todos los días.

-Como quiera.

            Aprieta nuevamente el botón que marca el nueve y se aleja de mí. Me siento extraña, cargada de rabia. Ese hombre ha invadido mi espacio de trabajo y mi vida sin ninguna autoridad. Creo que me duele lo que me dijo y creo que no quiero que me importe. Necesito bajarme del ascensor lo antes posible a ver si encuentro algo de calma y distracción en mi eterno nueve.

-Está bien. Bájese. Pero antes de hacerlo, dígame una última cosa. ¿Cómo se llama?

-Eugenia- le digo, y me bajo sin mirarlo, aliviada.

Sé que olvidaré este episodio con una facilidad insólita.
No puedo recordar a alguien que no huele a nada. 

viernes, 25 de noviembre de 2011

Espejo


Por: Álvaro Escalante Rodríguez

La noche alumbraba el brillo de mis ojos, enciendo la luz y alcanzo a ver el resplandor de las lámparas que tiznan mis párpados. Lentamente abro la llave del lavabo y remojo las manchas de mis manos. Al ver mi mirada reflejo que el alma que alguna vez tuve se ha perdido. Me siento en la taza y me pongo a pensar en las acciones que había hecho, meto la mano en mi bolsa y encuentro un cigarro desgastado, lo enciendo. El solamente recordar esa mirada penetrante hace que mil puntadas desgasten mi negro corazón; una lágrima sale de mi ojo mientras le doy la última fumada a esa colilla de cigarro, levanto mi mano y limpio esa lágrima. Me levanto, camino hacía el lavabo manchado, abro una puerta pequeña y veo la medicina que necesito; abro el frasco y veo que solamente queda una pequeña pastilla, me la trago. Tras cerrar la pequeña puerta me veo nuevamente, toco mi rasposa cara y doy un golpe al lavabo. De pronto unas luces bicolores atacan la ventana del cuarto, vienen por mí, lo sé. Volteo hacía la cama e intento escuchar pasos pero fue en vano. Doy una última mirada al espejo, camino hacia la puerta dejando la luz prendida, tomo mi abrigo, no sin antes tapar aquella hermosa cara que abrace hasta que dio su último respiro. Abro aquella puerta roida y salgo caminando, esperando que no sea la última luna que vea. 

jueves, 24 de noviembre de 2011

Edgar Allan Poe



Nació en Boston, el 19 de enero de 1809. Fue llamado Edgar, por sus padres, los actores, David Poe y Elizabeth Arnold. Su madre falleció de tuberculosis,
antes de que cumpliera la edad de tres años, y abandonado por su padre, fue adoptado por John y Frances Allan, quienes lo bautizaron como Edgar Allan Poe.
Estudió en Inglaterra, en el Manor House School, entre 1815 y 1820, fecha en que regresó a Estados Unidos, para comenzar su actividad literaria. Se incorporó a la academia militar de West Point para luego desempeñarse como editor.
En 1824 escribió un poema de dos líneas, considerado su más temprana producción, que no fue publicado hasta después de su muerte.
En 1827 se distanció de su padre adoptivo por causas económicas, ya que éste se negó a pagar sus deudas, ocasionadas por una vida de juegos y alcohol, abandonando los estudios, y publicando en Boston “Tamerlán y otros poemas”, bajo el seudónimo “El bostoniano”. En 1829, publicó en Baltimore, su segundo libro “Al Araaf, Tamerlán y otros pequeños poemas”.
En 1833, es galardonado con el premio de la revista Saturday Visiter de Baltimore, por su cuento “Manuscrito hallado en una botella”.
Contrajo enlace en 1836, con una niña de apenas trece años, prima suya, Virginia Clemm, con quien se instaló en Filadelfia. Virginia fallece de tuberculosis en 1847, y el autor canalizó su angustia en el alcohol lo que lo condujo a la locura.
Ya había escrito, en 1838, “Narración de Arthur Gordon Pym”, en 1840 “Cuentos de grotesco y arabesco” y sus dos obras maestras: “El escarabajo de oro” en 1843, consagrado con el primer premio en el concurso del Dollar Newspaper de Filadelfia, y “El cuervo” en 1845.
Luego de la muerte de su esposa, publica “Eureka, un poema en prosa, en 1848.
Conocido como el primer maestro del relato corto, y renovador de la novela gótica, como cuentista, se destacó por sus relatos fantásticos como “La caída de la Casa Usher”, “El corazón delator”, “El gato negro” y “William Wilson” y por sus temas de contenido detectivescos como “Los crímenes de la calle Morgue”, “el misterio de Marie Roget” y “la carta robada”.



El Retrato Oval


 Por: Edgar Allan Poe

El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe.
Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco.

Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacia inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada y que trataba de su crítica y su análisis.

Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro. Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? no me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.

No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida. El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo , todo en este estilo, que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva.
Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción de los cuadros.
Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:

“Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y, se desposó con él.

“Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, todo luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso.
"El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día.
"Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él.

"Ella no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; Porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado; pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritando con voz terrible: “—¡En verdad esta es la vida misma!”— Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada,... ¡Estaba muerta!”.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Tía Eloísa

Por Ángeles Mastretta

Desde muy joven la tía Eloísa tuvo a bien declararse atea. No le fue fácil dar con un marido que estuviera de acuerdo con ella, pero buscando, encontró un hombre de sentimientos nobles y maneras suaves, al que nadie le había amenazado la infancia con asuntos como el temor a Dios.

Ambos crecieron a sus hijos sin religión, bautismo ni escapularios. Y los hijos crecieron sanos, hermosos y valientes, a pesar de no tener detrás la tranquilidad que otorga saberse protegido por la Santísima Trinidad.

Sólo una de las hijas creyó necesitar del auxilio divino y durante los años de su tardía adolescencia buscó auxilio en la iglesia anglicana. Cuando supo de aquel Dios y de los himnos que otros le entonaban, la muchacha quiso convencer a la tía Eloísa de cuán bella y necesaria podía ser aquella fe.

-Ay, hija -le contestó su madre, acariciándola mientras hablaba-, si no he podido creer en la verdadera religión ¿cómo se te ocurre que voy a creer en una falsa?

Autor del mes: Ángeles Mastretta


Ángeles Mastretta nació en la ciudad de Puebla el 9 de octubre de 1949. En Puebla Mastretta realizó todos sus estudios pre-universitarios hasta que en 1971 se mudó a la Ciudad de México, después del fallecimiento de su padre Carlos Mastretta, quien tuvo una fuerte influencia en la escritora.


En el Distrito Federal, Ángeles Mastretta estudió periodismo en la facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM de donde recibió su título en Comunicaciones y posteriormente colaboró ocasionalmente en periódicos y revistas como Excélsior, Unomásuno, La Jornada y Proceso. El periódico vespertino Ovaciones, donde tenía una columna llamada "Del absurdo Cotidiano", fue uno de los diarios donde inició su carrera periodística. De Ovaciones, ella misma señala en NEXOS, en 1987, que "escribía de todo: de política, de mujeres, de niños, de lo que veía, de lo que sentía, de literatura, de cultura, de guerra y todos los días" (7).

En 1974 Mastretta recibió una beca del Centro Mexicano de Escritores para participar en un taller literario al lado de escritores como Juan Rulfo y Salvador Elizondo. Más tarde, de 1975 a 1977, Mastretta fue directora de Difusión Cultural de la ENEP-Acatlán y de 1978 a 1982 del Museo del Chopo. En 1988 Mastretta participó, junto a Germán Dehesa, en el programa de televisión "La almohada", dedicado a charlas y entrevistas. Ángeles Mastretta es también miembro del Consejo Editorial de la revista NEXOS de la cual su esposo, el escritor Héctor Aguilar Camín, fue director de 1983 a 1995. En la actualidad (1999), Ángeles Mastretta sigue colaborando con su columna "Puerto libre" en NEXOS, además de hacerlo esporádicamente en periódicos extranjeros como Die Welt y El País. En 1982, Mastretta apareció por primera vez en el consejo editorial de la revista feminista FEM en el número 24; también en el 25 en 1983 y después, de modo más constante, del número 29 en 1983, al 40 en 1985. En FEM Mastretta publicó ensayos y un cuento y en la actualidad todavía aparece en el Consejo Editorial de la revista, aunque su participación no es ya activa.

Ángeles Mastretta recibió el Premio Mazatlán 1985 por su primera novela Arráncame la vida y, como se destaca en la contraportada de las últimas ediciones, ha sido publicada por dos casas editoras españolas y traducida al italiano, al inglés, al alemán, al francés y al holandés. En 1997 Mastretta recibió el premio Rómulo Gallegos por Mal de amores (1996), su segunda novela y cuarto libro. Esta es la primera vez, en la historia del premio, que ha sido otorgado a una mujer. Anteriormente lo habían obtenido escritores como Fernando del Paso, Javier Marías, Carlos Fuentes y Mario Vargas LLosa, entre otros.

La obra literaria de Ángeles Mastretta destaca primordialmente, una sucesiva contextualización del pensamiento feminista mexicano de los años setenta y ochenta. Mastretta formó parte integral de la generación de estos años, cuando el movimiento feminista en México mantenía una actividad de lucha febril, y se vio rodeada de gente que con sus trabajos de investigación y ensayos, problematizando la opresión de la mujer, brindaba ideas y temas que más tarde ella misma asumiría. Mastretta, por medio de una actitud de compromiso social ante los problemas que enfrenta la mujer mexicana, los presenta y contextualiza, a través de la experiencia auténtica y tangible, en su obra narrativa.


martes, 22 de noviembre de 2011

Encrucijada


Por: Manuel Vargas 

Una tarde, el vaquero Ismael Rifarachi caminaba por la única calle de un pueblo muerto, seguido de su caballo. Tenía la boca amarga y el trasero adormecido de tanto cabalgar. No había dónde tomar una tutuma de agua, ni cómo recostarse para espantar el cansancio. Casi en la última de las casas se acercó para amarrar a su caballo en el horcón del corredor. La puerta tenía un gran candado, sobre la madera se había asentado el polvo de herrumbe y abandono.

            La tarde avanzaba a tropezones, sintió hambre, en las alforjas no había más que ropa sucia y bolsas vacías. Sacudió el cuerpo y volvió la mirada al otro extremo del rancho. Un potrillo salvaje venía galopando y pasó junto al caballo que apenas pateó el suelo. La estela amarilla de polvo se asentaba poco a poco.

            La noche cayó como un ágil monstruo que espantó casas y árboles. Ismael apoyó la espalda en la pared. Dando pasos aquí y allá, descubrió un largo asiento de madera donde tendió su poncho. Se recostó sobre él, como si lo hiciera en la tierra para dormir definitivamente.

            Dormitó apenas un rato. El rechinar de unas ruedas lo hizo sentarse y su caballo volvió a patear el suelo. A  pesar de que se veía algo de las casas del frente y las copas de los árboles, no pudo distinguir ningún vehículo en el camino. El ruido se fue perdiendo tal como vino.

            Estaba sentado, totalmente despierto, cuando escuchó una tos dentro de la casa. Volvió a pararse para buscar apoyo en la pared. ¿Qué? La puerta está sonando, la sacuden, el candado salta sobre las piedras y la puerta se abre. ¿Me verán? Salió una joven, junto a los pilares se puso a orinar. Ni siquiera notó la presencia del caballo. ¿Y si me ve a mí?

            Se paró subiéndose el calzón. Al volverse hacia el hombre tosió y se entró como una sonámbula. Ismael respiró fuerte, estaba aturdido. Volvió a sentarse sobre su poncho. Comenzó a salir una luna gigante por el horizonte, se levantó para estirar el cuerpo.

            De la izquierda venía otra vez el chirriar de ruedas, la carreta avanzaba lentísima. Vio la sombra de un único caballo con jáquimas y arreos de nieve, y un hombre de sombrero sobre el pescante; detrás suyo la carreta totalmente cargada. A la altura de la casa cesó el ruido de los ejes y la fusta. El hombre se bajó. No había visto a Ismael sino al caballo, y ya se acercaba para desamarrarlo. Ismael se le acercó, las ropas del cochero despedían n olor a podrido y parecían irse cayendo para volver a ser tierra.

- ¡Señor! – dijo Ismael, el otro se volvió temblando- . Ése es mi caballo.
- Usted va a disculpar –la voz seca-. Ayer tarde, en Mataral, fui engañado por un comerciante. Llegó con una gran recua de caballos y yo le pedí que me vendiera uno. Hicimos trato, pero ni bien comencé a galopar, el caballo comprado se volvió potrillo y deslizándose de los arreos escapó como el viento- el hombre terminó en una risa llena de gallos.

-No le entiendo, señor- dijo Ismael.
-Bueno, al llegar a este rancho y ver a seres vivos en el corredor, dije: “si éste no es mi caballo, será del comerciante, y me lo llevaré”- terminó palmeando el hombro del vaquero.

-Yo no soy ningún comerciante. Dijo éste-. Pero si usted quiere, le puedo prestar mi caballo mientras nos acompañamos. Este lugar no me gusta.

            Los dos hombres partieron rumbo al norte. Atrás, la carretera y el polvo.
-¿Qué lleva de cargamento? – preguntó Ismael.
-Son choclos pa hacer humitas, los traigo desde Mairana pa los peones de Postrervalle.
            Con la velocidad, el vaquero ya no sentía el olor a zapallos podridos del cargamento.
           
            Agradecía al viento a la luna por permitirle no oler ni ver demasiado. Sin embargo, su cuerpo parecía irse encogiendo como si la vejez del cochero fuese contagiosa. Comenzaron a subir una cuesta y escucharon el relincho del potrillo. El viajo apuró a los caballos.

-¿Usté es vaquero, don Ismael? – dijo
-Sí, señor.
-Agarre entonces su lazo, mientras yo lo sigo, usted lo prende.
           
            La carreta avanzaba como un viejo carro a motor tras los relinchos. Más allá de los árboles se levantaba la punta de un cerro como un inmenso caserón. En cada curva una nube de polvo les daba en la cara, Ismael ya tenía listo el lazo pero era una locura querer enlazar un relincho. Llegaron a la cumbre, comenzaban la bajada cuando a un lado vio las crines de fuego. Sonó un fuerte chicotazo, una bolsa dio en la espalda de Ismael y se agarró para que la otra pasara por sobre su cabeza. Turó la punta del lazo que se prendió en alguna parte, al tiempo que carreta y caballos cayeron al abismo como un inmenso tercio de leña. Rápidamente llegó al silencio.

            Cuando salió del desmayo era de día. Sus manos despellejadas aún agarraban el lazo prendido al gajo de un árbol sexo. Sintió las espinas de carapar en las rodillas y fuego en la nuca; al tocarse, los dedos se embadurnaron de sangre. ¿Y la carreta?

            Sólo encontró a su cabello, justamente a la orilla de la peña, con la montura en la panza y las patas rasmilladas. No había rastros de carretas, cocheros o más caballos. Era imposible ver siquiera el abismo. Gateando llegó al camino donde, con temblores en las manos y las rodillas, preparó a su caballo para montar y volver al rancho, tal vez en busca de su razón perdida.

            En vez de apearse, Ismael casi se descolgó del caballo cuando llegaron al corredor. La puerta seguía con el viejo candado herrumbrado y deseó ardientemente que lo de la carreta hubiera sido también un sueño. Decidió cruzar de nuevo el pueblo con el caballo detrás. A causa de las heridas y las espinas tenía que camina r encorvado. Cuando llegó al centro, vio que un callejón cruzaba la calle formándose cuatro esquinas. Tomando ese nuevo camino, apenas dos cuadras, llegó a una carretera con tiendas, pensiones y niños por todas partes. ¡Aquí es Paja Colorada!, se dijo Ismael, y yo sólo andaba perdido en el pueblo viejo.

            Los niños comenzaron a rodearle. Desde las puertas las mujeres lo miraban. Los perros se acercaban a las patas del caballo y escapaban gritando ante las patadas. La barba le había crecido y tenía la cara manchada de ceniza. Miró sus rodillas y no había espinas, sólo estaban encorvadas. Sus manos tampoco estaban desolladas de tirar del lazo sino secas. En un perdido pliegue de su cerebro tal vez quedó la herida. No había calor en su cuerpo. Agarrándose del cuello de su caballo, pegó los ojos en la pelambre para ocultar el llanto y no ver ese mundo tan razonable, lejano ya de su vida y su miseria.


lunes, 21 de noviembre de 2011

Mario Benedetti


Nació en Uruguay, de padres italianos, en 1920.  Hombre polifacético, ha escrito numerosos libros, ensayos, poemas y artículos periodísticos.  Su larga trayectoria comenzó en 1945, fundando el semanario “Marcha” y colaborando a lo largo de esos años en multitud de publicaciones.  Desde 1971 se integró activamente en la coalición de izquierdas de su país “Frente Amplio”.  Tras el golpe de Estado de 1973 abandona su cargo en la universidad y ese compromiso político en su tierra natal le llevó al exilio, primero a Buenos Aires y posteriormente a España durante diez años. En 1983 vuelve a Uruguay y se reencuentra con su esposa, que se vio obligada a permanecer todos esos años cuidando a las madres de ambos.  Ha sido galardonado en  multitud de  ocasiones y en diversos países, y caben destacar, como simple botón de muestra, en 1999 el Premio Reina Sofía de Poesía y en 2005 el Premio Internacional Menéndez Pelayo.  En el año 1997 fue nombrado Doctor Honoris causa por la Universidad de Alicante.

Cabe destacar en su personalidad una defensa acérrima de los valores cívicos, así como de la libertad y de la igualdad, que bien se reflejan en sus escritos que hoy nos permitimos traer a este recital, como son el comprometido “El sur también existe”, el de sentido más emocional “Hombre preso que mira a su hijo” y el muy ingenioso y atrevido “Embarazoso panegírico de la muerte”.

El Otro Yo


Por Mario Benedetti
Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la naríz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.
El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente , se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse imcómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañama siguiente se habia suicidado.
Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.
Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas.
Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: «Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable».
El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Redes, cultura y cambio social por Gabriela Pinto Márquez

Agradecemos a Gabriela Pinto Márquez por su artículo en el periódico La Jornada de Oriente en la sección Medieros. Les dejamos el link para que lo puedan leer:


http://www.lajornadadeoriente.com.mx/2011/11/02/puebla/medieros.php 






iRead, difundiendo la literatura por Mauro Campos

Le agradecemos a Mauro Campos por su nota periodística en el diario Cómo? les dejamos el link para que lo puedan leer:

 http://www.diariocomo.com/noticiacomo.php?&tid=86205&articulo=iRead,%20difundiendo%20la%20literatura 


viernes, 18 de noviembre de 2011

Qué feo te ves

Por 
Beatcho G.H. 

José Luis entró al peor baño de México. La puerta, al abrir, rechinaba por falta de aceite. Caminó hacia el lavabo despostillado, dio los primeros pasos y sintió como la suela con hoyos de su zapato se despegaba del piso, seguro, estaba sucio por los orines y el vómito de algún borracho patético como él. 

Al llegar al lavabo, abrió la llave del agua, se lavó la cara mientras se miraba al espejo diciéndose - José Luis qué feo te ves, no tienes madre, estás chupando puras tapitas rojas mientras tu ex vieja está con tu pinche compañero de trabajo. Eres un perdedor, cómo quieres triunfar si tienes cuarenta y dos años y regresaste a vivir a la casa de tu mamá. - Asqueado por el olor a mierda y el regurgitar del alcohol, vomitó los pedazos de cacahuate y garbanzo enchilado que comió en la barra. 

Beatcho G.H.


(Puebla, Puebla 22 mayo 1897) Al nacer regordete y cachetón mis papás me vieron cara de llamarme Víctor Hugo, pero con el paso de los años, los apodos y, una manera más fácil para llamarme me renombraron como Bicho, aunque en esto de la artisteada y para sentirme más de caché utilizo un juego de palabras, el cual me hago llamar “Beatcho G.H.”. Hasta el día de hoy y por unos cuantos más sigo siendo estudiante de Comunicación en la Ibero Puebla, tengo la ilusión de terminar la carrera sin convertirme en un “nini”. Me encanta el humor negro, los dibujos animados, leer, producir audiovisuales, de vez en cuando escribir, soy prosaico, escatológico, disléxico, pero en el fondo tengo buen corazón.

@BeatchoGH