Por: Andrea Maturana
Apenas
entro, el tipo se me pega por la espalda. Cada mañana sube mucha gente, dejando
el ascensor con una mezcla de olor a pasta de dientes, aftershave o
desodorante. Si no tuviera que subir nueve pisos lo haría a pie. Odio cualquier
cosa encerrada de la que no me pueda bajar a voluntad.
Estoy tan ocupada con mis asuntos
que no lo veo. Sólo sé que está ahí, cerca del lugar que yo ocupo. Intento
percibir su olor (tal vez así sepa su alguna otra vez estuvimos juntos en el
edificio), pero no tiene ninguno en particular y eso me pone nerviosa. Me
recuerda a Juan Pablo; eso suponiendo que pudiera recordarlo. Desde siempre he
arrastrado los recuerdos en torno a un olor. Hay personas que me resultan
inaguantables porque no soporto su halo y hombres de los que me he enamorado
antes de verlos; a través de una prenda en casa de amigas o por la estela de
presencia que dejan al pasar.
No logro entender por qué está tan
cerca de mí, si el ascensor es lo suficientemente espacioso y está vacío porque
es más temprano que de costumbre. Hay espejos al fondo y a los costados.
Percibo que me mira alternadamente a mí y en el reflejo, como queriendo ver
algo que a simple vista no se percibe. Tengo una extraña sensación de sofoco
que no puedo justificar porque el aire sobra y no siento olores especialmente
molestos.
Se me ocurre, aunque ya apreté el
botón número nueve, marcar uno de un piso anterior para bajarme y seguir el
camino a pie, pero cuando voy a hacerlo me sujeta la mano desde atrás. Sin
fuerza; sin ninguna necesidad de ser brusco, pero con una seguridad que se
impone y ni siquiera me permite resistirme. No me volteo. Tengo miedo. Me
suelta la mano y alarga la suya hacia el panel de control. Aprieta el botón de
emergencias y el ascensor se detiene.
Querría poder decirle algo, como que
tengo claustrofobia, o simular un ataque de asma o un desmayo, pero estoy
paralizada. Tal vez contarle un chiste o preguntarle su nombre para liberar la
tensión. Sé que es esa tensión la que conlleva peligro, pero no puedo hacer
nada. Abro la boca y no me sale la voz. Ni siquiera puedo enfrentarlo con la
vista para inhibirlo. Oigo mi propia respiración entrecortada. No siento la suya.
De pronto se acerca a mi oído con un tempo que no podría ser sensual, pero se
queda ahí como dudando y luego me dice: “Ayúdeme. Estoy solo.”
Me vienen a la cabeza todas las
historias de ascensores que alguna vez oí: las escenas eróticas de las películas,
los coqueteos de Carla que son tantos que ya no sé si creerle; Miguel y su
idilio con una enfermera, cuando lo tuvieron meses en el hospital después del
accidente. Hace un tiempo quería escribir un cuento para desmitificar todo eso.
Llevo años subiendo en este aparato para llegar al mismo noveno piso y nunca
pasó nada. Hasta ahora. Me parece ridículo. Un hombre desconocido acaba de
detenerlo y, en vez de intentar seducirme o violarme, me pide ayuda. No me
atrevería ni a contárselo a alguien. Pienso que puede ser una maniobra para
acercarse y nada más, que tal vez lleva un tiempo mirándome y (por algo así
como deferencia o por la inexplicable cordura de los locos) encontró demasiado
violenta la idea de forzarme como primera aproximación.
-¿Qué
quiere? – le digo, sin voltearme.
-Que me
escuche. Nada más. La elegí entre decenas de personas y espero que no me diga
que no.
-¿Y
pretende que estemos detenidos para siempre? Hay gente que trabaja en este
edificio.
-Eso
depende de usted. Sólo escuche. Si me quiere mirar, me mira.
Por un momento desearía hacerlo,
romper el aire lanzándole una mirada que lo partiera en dos, pero algo de él me
intimida. Tal vez sea su voz. Tal vez sea su inexplicable falta de olor.
Prefiero escuchar así, de espaldas.
-He sido
bastante feliz. He tenido mucho de lo que cualquier persona podría desear. Pero
meses atrás desperté y no había nadie al otro lado de la cama. Miré la puerta y
ahí estaba Eugenia, de pie y sosteniendo un gran bolso con sus cosas. “Me voy”,
me dijo. “Nunca dejé de estar sola a tu lado.” Y salió con una calma inusitada
dejándome ahí, sin saber qué hacer. Ni siquiera lloré, aunque todavía se me
atraviesa el dolor. No es una pena por Eugenia o porque se haya ido, sino por
lo que me dijo. He estado pensando en eso y me doy cuenta de que es verdad: en
estar con otro hay el espejismo de una comunión que no alcanzamos nunca. Y cada
vez que vivimos juntos esos segundos previos al orgasmo, creemos que los dos
somos uno y esa fusión la mantendríamos eternamente. Pero eso termina. Y luego
estamos desnudos uno junto a otro, en el mejor de los casos disfrutando con el
recuerdo repasándolo minuciosamente, y sentimos que nuestra soledad se ptencia
porque un minuto atrás vivimos la ilusión de estar fundidos. Yo sé que Eugenia
no me dejó por otro. Que va a salir con su maleta a buscar y que no va a
encontrar nunca, porque ese dolor de la separación es como una condena. Yo
también lo siento. Por eso quería hablar con usted. Porque la veo subir a este
ascensor y pienso que alguna vez debe haber querido detenerlo en cada uno de
los pisos para ver si a la bajada se encontraba de frente con el hombre que
sueña para usted. Y no lo ha hecho por pudor, pero sabe que si lo hiciera jamás
encontraría lo que busca porque eso no existe. Porque no podemos liberarnos de
nuestra compañera soledad. ¿O no?
-No
tiene derecho a decirme eso. Yo no lo conozco. Y usted estará muy solo, pero me
agrede intentando convencerme de que yo también lo estoy. Eso es cosa mía y a
usted no le hace ninguna diferencia lo que a mí me pase. Por favor eche a andar
este ascensor y déjeme seguir con mi vida am i manera.
-¿Por
qué no me mira? Tal vez verme le ayude.
-No sea
ridículo. Yo no he venido a pedirle ayuda. Estoy haciendo el mismo camino que
hago todos los días.
-Como
quiera.
Aprieta nuevamente el botón que
marca el nueve y se aleja de mí. Me siento extraña, cargada de rabia. Ese
hombre ha invadido mi espacio de trabajo y mi vida sin ninguna autoridad. Creo
que me duele lo que me dijo y creo que no quiero que me importe. Necesito
bajarme del ascensor lo antes posible a ver si encuentro algo de calma y
distracción en mi eterno nueve.
-Está
bien. Bájese. Pero antes de hacerlo, dígame una última cosa. ¿Cómo se llama?
-Eugenia-
le digo, y me bajo sin mirarlo, aliviada.
Sé que
olvidaré este episodio con una facilidad insólita.
No
puedo recordar a alguien que no huele a nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario