Por: Manuel Vargas
Una tarde, el vaquero Ismael Rifarachi
caminaba por la única calle de un pueblo muerto, seguido de su caballo. Tenía
la boca amarga y el trasero adormecido de tanto cabalgar. No había dónde tomar
una tutuma de agua, ni cómo recostarse para espantar el cansancio. Casi en la
última de las casas se acercó para amarrar a su caballo en el horcón del
corredor. La puerta tenía un gran candado, sobre la madera se había asentado el
polvo de herrumbe y abandono.
La
tarde avanzaba a tropezones, sintió hambre, en las alforjas no había más que
ropa sucia y bolsas vacías. Sacudió el cuerpo y volvió la mirada al otro
extremo del rancho. Un potrillo salvaje venía galopando y pasó junto al caballo
que apenas pateó el suelo. La estela amarilla de polvo se asentaba poco a poco.
La
noche cayó como un ágil monstruo que espantó casas y árboles. Ismael apoyó la
espalda en la pared. Dando pasos aquí y allá, descubrió un largo asiento de
madera donde tendió su poncho. Se recostó sobre él, como si lo hiciera en la
tierra para dormir definitivamente.
Dormitó
apenas un rato. El rechinar de unas ruedas lo hizo sentarse y su caballo volvió
a patear el suelo. A pesar de que se
veía algo de las casas del frente y las copas de los árboles, no pudo
distinguir ningún vehículo en el camino. El ruido se fue perdiendo tal como
vino.
Estaba
sentado, totalmente despierto, cuando escuchó una tos dentro de la casa. Volvió
a pararse para buscar apoyo en la pared. ¿Qué? La puerta está sonando, la
sacuden, el candado salta sobre las piedras y la puerta se abre. ¿Me verán?
Salió una joven, junto a los pilares se puso a orinar. Ni siquiera notó la
presencia del caballo. ¿Y si me ve a mí?
Se
paró subiéndose el calzón. Al volverse hacia el hombre tosió y se entró como
una sonámbula. Ismael respiró fuerte, estaba aturdido. Volvió a sentarse sobre
su poncho. Comenzó a salir una luna gigante por el horizonte, se levantó para
estirar el cuerpo.
De
la izquierda venía otra vez el chirriar de ruedas, la carreta avanzaba
lentísima. Vio la sombra de un único caballo con jáquimas y arreos de nieve, y
un hombre de sombrero sobre el pescante; detrás suyo la carreta totalmente
cargada. A la altura de la casa cesó el ruido de los ejes y la fusta. El hombre
se bajó. No había visto a Ismael sino al caballo, y ya se acercaba para
desamarrarlo. Ismael se le acercó, las ropas del cochero despedían n olor a
podrido y parecían irse cayendo para volver a ser tierra.
- ¡Señor! – dijo Ismael, el otro se volvió
temblando- . Ése es mi caballo.
- Usted va a disculpar –la voz seca-. Ayer
tarde, en Mataral, fui engañado por un comerciante. Llegó con una gran recua de
caballos y yo le pedí que me vendiera uno. Hicimos trato, pero ni bien comencé
a galopar, el caballo comprado se volvió potrillo y deslizándose de los arreos
escapó como el viento- el hombre terminó en una risa llena de gallos.
-No le entiendo, señor- dijo Ismael.
-Bueno, al llegar a este rancho y ver a seres
vivos en el corredor, dije: “si éste no es mi caballo, será del comerciante, y
me lo llevaré”- terminó palmeando el hombro del vaquero.
-Yo no soy ningún comerciante. Dijo éste-.
Pero si usted quiere, le puedo prestar mi caballo mientras nos acompañamos.
Este lugar no me gusta.
Los
dos hombres partieron rumbo al norte. Atrás, la carretera y el polvo.
-¿Qué lleva de cargamento? – preguntó Ismael.
-Son choclos pa hacer humitas, los traigo
desde Mairana pa los peones de Postrervalle.
Con
la velocidad, el vaquero ya no sentía el olor a zapallos podridos del
cargamento.
Agradecía
al viento a la luna por permitirle no oler ni ver demasiado. Sin embargo, su
cuerpo parecía irse encogiendo como si la vejez del cochero fuese contagiosa.
Comenzaron a subir una cuesta y escucharon el relincho del potrillo. El viajo
apuró a los caballos.
-¿Usté es vaquero, don Ismael? – dijo
-Sí, señor.
-Agarre entonces su lazo, mientras yo lo
sigo, usted lo prende.
La
carreta avanzaba como un viejo carro a motor tras los relinchos. Más allá de
los árboles se levantaba la punta de un cerro como un inmenso caserón. En cada
curva una nube de polvo les daba en la cara, Ismael ya tenía listo el lazo pero
era una locura querer enlazar un relincho. Llegaron a la cumbre, comenzaban la
bajada cuando a un lado vio las crines de fuego. Sonó un fuerte chicotazo, una
bolsa dio en la espalda de Ismael y se agarró para que la otra pasara por sobre
su cabeza. Turó la punta del lazo que se prendió en alguna parte, al tiempo que
carreta y caballos cayeron al abismo como un inmenso tercio de leña. Rápidamente
llegó al silencio.
Cuando
salió del desmayo era de día. Sus manos despellejadas aún agarraban el lazo
prendido al gajo de un árbol sexo. Sintió las espinas de carapar en las
rodillas y fuego en la nuca; al tocarse, los dedos se embadurnaron de sangre. ¿Y
la carreta?
Sólo
encontró a su cabello, justamente a la orilla de la peña, con la montura en la
panza y las patas rasmilladas. No había rastros de carretas, cocheros o más
caballos. Era imposible ver siquiera el abismo. Gateando llegó al camino donde,
con temblores en las manos y las rodillas, preparó a su caballo para montar y
volver al rancho, tal vez en busca de su razón perdida.
En
vez de apearse, Ismael casi se descolgó del caballo cuando llegaron al
corredor. La puerta seguía con el viejo candado herrumbrado y deseó
ardientemente que lo de la carreta hubiera sido también un sueño. Decidió
cruzar de nuevo el pueblo con el caballo detrás. A causa de las heridas y las
espinas tenía que camina r encorvado.
Cuando llegó al centro, vio que un callejón cruzaba la calle formándose cuatro
esquinas. Tomando ese nuevo camino, apenas dos cuadras, llegó a una carretera
con tiendas, pensiones y niños por todas partes. ¡Aquí es Paja Colorada!, se
dijo Ismael, y yo sólo andaba perdido en el pueblo viejo.
Los
niños comenzaron a rodearle. Desde las puertas las mujeres lo miraban. Los
perros se acercaban a las patas del caballo y escapaban gritando ante las
patadas. La barba le había crecido y tenía la cara manchada de ceniza. Miró sus
rodillas y no había espinas, sólo estaban encorvadas. Sus manos tampoco estaban
desolladas de tirar del lazo sino secas. En un perdido pliegue de su cerebro
tal vez quedó la herida. No había calor en su cuerpo. Agarrándose del cuello de
su caballo, pegó los ojos en la pelambre para ocultar el llanto y no ver ese
mundo tan razonable, lejano ya de su vida y su miseria.
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