domingo, 13 de noviembre de 2011

El muro de la historia

Por Adolfo Castañón

Hacía mucho tiempo que intentábamos subir el muro. Lo hacíamos sin dificultad. Extraño muro, a veces hecho de piedras y tierra, a veces de ladrillo. Una fuerza nos impedía caer. Todo parecía indicar que el muro se encontraba al pie de una llanura pues, cuando llegaba a soplar el viento, una corriente ascendente nos recorría la espalda manteniéndonos pegados a él. Inútil renunciar a la escalada; inútil desistir. Bajar de allí nos tomaría tanto tiempo como terminar de subir y, quizá, aún más. Era posible que ya anduviésemos cerca del punto más alto, aunque desde donde estábamos apenas podíamos ver cómo el muro se curvaba en la cima. ¿Y si un día de estos caía el muro? Habíamos subido tanto que con toda seguridad caeríamos y caeríamos sin llegar a estrellarnos. A pesar del cansancio, el desaliento sólo alimentaba la inercia que nos mantenía subiendo con la boca seca por ese potro vertical. A veces, pensábamos en morir. Como si fuese una canción de cuna, tarareábamos entre dientes la tonadilla. Pero teníamos demasiado miedo. Aquella muralla al menos nos proporcionaba cierta seguridad, pues, si bien ignorábamos cuándo terminaríamos la escalada, encontrábamos algún consuelo en poder apoyar el pie entre ladrillo y ladrillo. Si algún día llegábamos a columbrar la cima, ¿quién de nosotros no desfallecería, quién sería capaz de resistir el amanecer? Era mejor no preguntar, no volver la cabeza hacia abajo; mantenerla erguida con los ojos puestos en lo alto. No importaba cuántos llegáramos a la cima. Casi todos habían desistido y, cuando había sido posible, habían agrandado, escarbándolo con las uñas, un escondrijo en el muro. (Por eso estaba sembrado de pequeños boquetes.) Aquí y allá había hombrecillos temerosos como cualquiera, pues todos sabemos que se necesita tanto valor para quedarse en un boquete como para seguir adelante.

El nuevo amanecer fue mas terrible de lo que nos habíamos atrevido a pensar. Nos habíamos engañado: el muro no era tal. Habíamos llenado de cuerdas y clavos una vasta planicie.

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