Desde muy joven la tía Eloísa tuvo a bien
declararse atea. No le fue fácil dar con un marido que estuviera de acuerdo con
ella, pero buscando, encontró un hombre de sentimientos nobles y maneras suaves,
al que nadie le había amenazado la infancia con asuntos como el temor a Dios.
Ambos
crecieron a sus hijos sin religión, bautismo ni escapularios. Y los hijos
crecieron sanos, hermosos y valientes, a pesar de no tener detrás la
tranquilidad que otorga saberse protegido por la Santísima Trinidad.
Sólo
una de las hijas creyó necesitar del auxilio divino y durante los años de su
tardía adolescencia buscó auxilio en la iglesia anglicana. Cuando supo de aquel
Dios y de los himnos que otros le entonaban, la muchacha quiso convencer a la
tía Eloísa de cuán bella y necesaria podía ser aquella fe.
-Ay,
hija -le contestó su madre, acariciándola mientras hablaba-, si no he podido
creer en la verdadera religión ¿cómo se te ocurre que voy a creer en una falsa?
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