Por: Jorge Luis Borges
A. –Distraídos en razonar la
inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos
veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el
fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me
aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse
tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con
la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba
infinitamente la Comparsita, esa pamplina consternada que les gusta a
muchas personas, porque les mintieron que es vieja… Yo le propuse a Macedonio
que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo.
Z (burlón). –Pero sospecho que al final
no se resolvieron.
A (ya en plena mística). –Francamente
no recuerdo si esa noche nos suicidamos.
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