Por el sendero misterioso, recamado en
sus bordes de exquisitas plantas en flor y alumbrado blandamente por los
fulgores de la tarde, iba ella, vestida de verde pálido, verde caña, con suaves
reflejos de plata, que sentaba incomparablemente a su delicada y extraña
belleza rubia.
Volvió los ojos, me miró larga y hondamente y
me hizo con la diestra signo de que la siguiera.
Eché a andar con paso anhelado; pero de entre
los árboles de un soto espeso surgió un hombre joven, de facciones duras, de
ojos acerados, de labios imperiosos.
-No pasarás –me dijo, y puesto en medio del
sendero abrió los brazos en cruz. -Sí pasaré –respondíle resueltamente y
avancé; pero al llegar a él vi que permanecía inmóvil y torvo.
-¡Abre camino! –exclamé. No respondió.
Entonces, impaciente, le empujé con fuerza.
No se movió.
Lleno de cólera al pensar que la Amada se
alejaba, agachando la cabeza embestí a aquel hombre con vigor acrecido por la
desesperación; mas él se puso en guardia y, con un golpe certero, me echó a
rodar a tres metros de distancia.
Me levanté maltrecho y con más furia aún
volví al ataque dos, tres, cuatro veces; pero el hombre aquel, cuya apariencia
no era de Hércules, pero cuya fuerza sí era brutal, arrojóme siempre por
tierra, hasta que al fin, molido, deshecho, no pude levantarme… ¡Ella, en
tanto, se perdía para siempre! Aquella mirada reanimó mi esfuerzo e intenté aún
agredir a aquel hombre obstinado e impasible, de ojos de acero; pero él me miró
a su vez de tal suerte, que me sentí desarmado e impotente.
Entonces una voz interior me dijo: -¡Todo es
inútil; nunca podrás vencerle! Y
comprendí que aquel hombre era mi Destino.
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