martes, 15 de mayo de 2012

Pantera en jazz

Por: Carlos Fuentes

When Joshua fit the battle of Jericho



El hombre tiene que apresurarse si quiere checar al filo de las nueve. Este día, en especial, despierta amodorrado, se baña y ya ha resuelto su desayuno. Hay tres  piezas  en  su  apartamento:  la  estancia  con  un  sofá  color  limón  donde duerme,   un   anaquel   repleto   de   novelas   a   la   rústica   (lujo   de   collegeboy norteamericano),  la  alfombra  de  hebras  arrastrándose  inerte  hasta  el  otro extremo, donde está la puerta, junto a un pequeño escritorio hosco, y dos o tres sillas chippendeleznables. Reproducciones nítidas y policromas se ahorcan en la pared:  cuadritos  de  marcos  losados  con  hojas  de  indian  summer  y  frutas acogolladas. El otro cuarto es la cocina, pulida y reluciente, blanca de porcelana y aluminio, con platos holandeses suspensos al mosaico blanco. La estufa y la nevera.  Y  la  última  pieza  es  el  baño,  herméticamente  cerrado  por  una  puerta verde con la manija de cobre.
Hoy, el hombre lee el diario al mismo tiempo que escucha un gruñido tras la   puerta   del   baño.   Los   encabezados   anuncian   atrevidamente,   con   tintas oscuras: una pantera negra se ha escapado del zoológico; todos los ciudadanos, según  parece  (y se recomienda), deben ponerse en guardia contra esta salvaje pantera; puede estar en cualquier parte: sí, allí, junto a usted.
El rugir en el baño se repite. Pero el hombre ya se ha lavado los dientes y son las ocho y media. Todo lo que puede hacer es correr fuera del local.



Bingo bango bongo I don’t want to leave the Congo



(La oficina pedaleaba un fandango espontáneo y crujiente de apuntadores Remington  y  escenario  de  cemento  y  vidrio.  Tronaban  puertas  y  abofeteaban máquinas, mascaban chicle y bebían agua en endebles copitas de papel y daban órdenes y las recibían y estornudaban y pedían permiso y bajaban las persianas y las volvían a subir y leían novelas de crimen (¿quién lo hizo?) escondidas tras de un parapeto de papel amarillo e importante y suspiraban y cuchicheaban y comían  sandwiches  de  jamón  y  pieles  y  gorgoteaban  botellas  efervescentes  y




bajaban  las  persianas  otra  vez  y  tictaqueaban  un  poco  y  siesteaban  otro  y  se arreglaban  las  medias  y  regían  las  corbatas  y  salían  a  la  avenida  zumbante llenos de espíritu y felices de estar  ocupados, de trabajar, de poseer escritorio propio.)



For sentimental reasons.



El  hombre  tiene  cierta  aversión  hacia  «casa»  esta  noche.  Entra  a  un  bar  y  ahí encuentra  a  una  divorciada  eufórica  y  cuarentona  que  conoce:  una  estola  de mink colgándole de un hombro, olor a jacinto bravo y la expresión nerviosa de tic  en  su  boca  violeta.  Ella  le  cuenta  la  saga  heroica  del  número  tres  y  cómo dormía  con  una  tabla  entre  los  dos  en  el  lecho  tibio  y  cómo  lo  divorció  (a quicky, too) por crueldad mental y, claro, la crueldad no fue mental sino glútea cuando  una  noche  se  rasgó  (ella,  claro)  el  negligeé  y  el  cutis  con  un  clavo  al estar  soñando  en  este  o  aquel  astro  de  cine  e  indemnización  y  alimentos  y habeas corpus tu abuela, iiiiiiii, y qué iba a hacer todo solito esta noche, y otra vuelta, Gus, y iiiiiiiii.
Entonces llegan al apartamento y la mujer  se derrumba de golpe sobre el sofá  cama,  y  empieza  a  cantar  villancicos  mientras  él  mezcla  un  coctel  y  las luces  de  la  calle  se  filtran  de  cebra  al  cielo  raso.  Entonces  ella  escucha  un gruñido.



Lookie lookie lookie here comes cookie



Se levanta y dice que ya está oyendo cosas y más le valdría irse a casita. Pero él no la deja, después de venir todo el camino hasta acá, y ella fue la de la idea, además.  Pero  la  mujer  dice  que  siente  el  rugir  otra  vez  y  su  maquillaje  se empieza a arrugar; él le dice que está borracha, y ella lo vuelve a escuchar como una clarinada y decide abrir la puerta y ver con sus propios ojos. El hombre se abalanza frente a ella, la cachetea y la empuja a la puerta de salida. Tira detrás de la mujer el mink viejo y avienta la puerta a su marco. Piensa: qué limpio y brilloso estaba el lugar  (el desenfado de los ingleses) y cómo esta mujer lo ha rociado  de  colillas  agonizantes  embarradas  de  morado.  Aquí sintió el padpad de unas patas acojinadas en la puerta del baño y empezó a discurrir en torno a la  posibilidad:  algo  o  alguien  está  en  mi  baño.  ¿Cómo  puede  algo  o  alguien introducirse en mi baño? Este lugar era tan seguro, pagaba un poco más de lo normal por él, y estaba situado en el barrio más selecto: por lo menos eso era lo que él pensaba y lo que el anuncio —el anuncio— decía. De manera que si algo, o alguien, estaba en su cuarto de baño —destruyendo sus lociones, babeando su pasta dental - no habia seguridad; el aviso del
periódico  mentía;  no  hay, seguridad, y lo único que él anhelaba después de un día de trabajo era confort, confort  y  seguridad,  y  no  un  baño  lleno  de  bichos  molestos  y  ruidosos  y  sin respeto alguno hacia la vida privada de los ciudadanos.
Pero antes de arriesgarse con el dueño, tiene que pensar un poco: el ruido en el baño. No hay manera de entrar ahí, como no sea llegando por la puerta principal.  No  hay  ventanas  en  el  baño.  La  cosa  necesita  haber  entrado  por  la planta  baja,  subido  las  escaleras,  abierto  la  puerta  del  apartamento.  Debe haberse  arrastrado  por  la  sala  hasta  llegar  a  la  puerta  del  baño;  la  abrió,  se introdujo en el cuartito y cerró la puerta. Pero entonces él estaba en su regadera alrededor  de  las  siete  cuarenta  y  cinco,  lo  cual  significaba  que  la  cosa  no  se había colado durante la noche, lo natural; en consecuencia, debe suponerse que entró mientras el hombre preparaba el desayuno, en la cocina. Ésta era la única explicación posible, la única explicación posible, la única explicación posible.
Se embute hipnotizado entre las sábanas frías y trata de olvidar el asunto. No osa imaginarse a la pantera. En el curso de la noche, sin embargo, escucha una  garra  de  terciopelo  arañar  la  puerta  pintada  —¡recién  pintada!—  y  siente horrible  imaginándose  a  un  ser  desconocido  que  destruye  su  habitación,  tan arreglada,  y  siente  miedo  de  siquiera  pensar  en  la  cosa  tirada  ahí.  Y  aunque tolera esta tortura, nunca puede, nunca podrá, abrir la puerta fresca y pintada del baño.
(La mañana siguiente se lavó en la cocina y desayunó en un restorán. No podía concentrarse —o alguna postura para los subordinados— en la oficina, y todo el día clavó la mirada en el papel blanco ensartado en la máquina mientras los demás clavaban su mirada en él. Se fue temprano a casa arguyendo dolor de algo  y  se  sentó  en  el  couch  aguardando  cualquier  rumor  de  la  cueva  del mosaico.   Sentado en  el filo de la cama amarilla escuchó las pisadas intermitentes en la escalera y los murmullos y chillidos de la   calle,  pero  el cuarto  cerrado  permaneció  silente.  Alguien  —una  niñita—  empezó  a  tocar escalas y cancioncillas, sin orden, con la voz de una ratita, en el piso de bajo, y el hombre se durmió.)

My heart belongs to daddy

No  ha  pasado  una  quincena  desde  la  primera  señal  de  la  pantera  cuando  el hombre presenta su renuncia en la oficina y penetra los óvulos de laberinto seda del  bar  rococó.  Bajo  un  plafón  de  fibracel  encuentra  a  su  vieja  amiga,  la divorciada,  sorbiendo  martinis  acompañada  por  un  calvo  obeso.  ¡Ahí  está, vocifera ella, el toughguy, el que patea damas y las lanza solas a los callejones oscuros y solitarios, y empieza a ronronear como un gato y tiene su piso lleno de  olores  raros  y  ruidos  feos!  ¡Ahora  es  cuando  lo  deberían  correr  a  él,  a patadas, que se largue a roncar como micifuz debajo de su
mueblote amarillo!
¡Y no te quedes así, Billy, pégale, él me pegó también, ahora vuelve todo, antes no  me...  él  también  me  pegó,  así,  con  el  puño  cerrado,  pazzzz!  ¡Ah,  no  vas  a hacer  nada,  pues  aquí  tienen  hombrotes  grandes  que  rebotan  borrachos  y ladrones, y a los que maltratan señoras y después quieren robarles la bolsa: hey, bótenlo,  córranlo,  quiso  robarme  la  cartera!  ¡Cóoorranlo!...  ¿Qué  no  es  este  el tipo  que  corrieron  hoy  de  la  oficina?...  ¡Ése  es,  lo  largan  de  todas  partes, pateando  y  golpeando  señoras,  y  estafando  y  robando  y  con  su  casa  llena  de diosabequé!...  ¡vago,  desocupado,  peinaplayas!...  Entonces  cae  de  cara  contra  la acera  helada  y  se  sueña  corriendo  mientras  todos  los  porteros  y  choferes  lo observan sonrientes, y deja su sombrero en una alcantarilla.

Animal crackers in my soup

(El hombre no podía abrir la puerta) y los gemidos y el gruñir son cada día más penetrantes. No puede encontrar una salida. No hay adonde ir, huyendo de este monstruo  invisible.  Sólo  queda  el  apartamento  sucio,  y  se  abraza  a  la  pared junto a la puerta del baño y siente el corazón latir y la cabeza nadar mientras los arañazos truenan en sus orejas empapadas de sangre, martillean allí, sin piedad. Ningún lugar, ni bar, ni oficina. Nada, sólo la niñita tocando escalas y cantando rimas un piso abajo. El hombre corre temblando fuera de su habitación, toca el timbre  cacofónico  y  el  piano  se  detiene  monótonamente,  sin  la  conciencia  de una  rúbrica;  la  niñita  abre  la  puerta.  ¿Hay  alguien  con  ella?  No,  está  sola cuidando la casa mientras su mamá juega bridge pero pronto estará de vuelta así que llama otra vez ella tiene que practicar. El hombre le ofrece unos dulces que  no  están  allí.  La  niñita  lo  empieza  a  mirar  con  sospecha.  Él  la  agarra  del brazo,  le  tapa  la  boca  sofocada  y  sale  con  la  niña  del  vestido  almidonado prendida  a  su  pecho,  sube  las  escaleras  y  cierra  de  un  portazo.  Rápidamente abre la puerta del baño y empuja con todas sus fuerzas a la muñeca blanda.
Se taponea los oídos para no escuchar los chillidos destemplados, para no escuchar los gruñidos, y la boca babeante y lengüeteante.
¡El  animal,  la  pantera  aterciopelada  ¿de  ojos  verdes?,  estaba  ahí!  Da  dos vueltas a la llave y sale tiritando a las calles y se queda en ellas toda la noche, vagando.  ¿Cómo  puede  la  pantera  vivir  sin  comer,  nada  más  bebiendo  del excusado?  Ahora,  en  vez  de  dejarla  morir  de  hambre,  le  ha  ofrendado  a  la muchachita rosa regada de listones azules. Cuando amanece, va al carpintero y lo lleva a clavetear la puerta del baño. Llegan juntos al apartamento y cuando el carpintero se hinca a clavar las tablas, recarga su mano en el suelo y la moja en un  hilo  pegajoso  y  carmín.  Se  lo  dice  al  hombre.  Éste  tiembla  e  insulta  al carpintero, que se largue del lugar. Cae sollozando junto a la pared cuarteada de telaraña y ampollas y se levanta ciego a la cocina para convertir los platos y

la porcelana en polvo blanco. Otra vez, se embarra a la pared gris junto al baño. Ya  no  se  escuchan  los  lamentos  de  la  pantera:  ahora  está  llena  y  contenta, mientras  la  sangre  riega  el  tapete.  Él  encontró  petróleo  y  empezó  a  tallar  la mancha de la alfombra hasta traspasarle un hoyo.
Oía movimiento y conmoción en el piso de abajo: sería la madre gritando a los  vecinos,  o  la  policía  buscando  a  la  niña.  Él  arañaba  el  muro  arrugado, mientras la sangre seguía corriendo desde el azulejo empapado del baño.
Entonces  olfateó  un  sueño  hediondo  y  escuchó  el  gemido  del  animal, temblando  sigilosamente  mientras  toda  aquella  existencia  enervante  rondaba con su fetidez enjaulada hasta el último poro de hombre o mueble. Nada podía ocurrir,  sólo  que  él,  el  hombre,  se  tornara  en  bestia  también,  bestia  capaz  de cohabitar con la otra, siempre invisible, bestia en el baño.

And the walls come tumblin’ down

Cuando  la  luna  nadó  a  través  de  los  cristales,  el  hombre  despertó.  Estaba sentado en el suelo, cerca del charco de sangre. La pantera hambrienta comenzó a  lamentarse  de  nuevo  y  a  rondar  y  a  rugir  alrededor  del  baño.  Entonces  el hombre  arañó  la  pared,  arañó  su  cuerpo  y  sintió  su  brazo  desnudo  grueso  y aterciopelado y sus uñas convirtiéndose en garras de clavo y algo como caucho ardiente  tostando  su  nariz  y  todo  su  cuerpo  un  torso  desnudo,  trémulo  y peludo,  y  sus  piernas  acortándose  al  reptar  sobre  el  tapete  para  arañar  las almohadas  y  destrozarlas  y  entonces  esperar  y  esperar  mientras,  sin  duda, pisadas cautelosas ascendían la escalera con el propósito de tocar en su puerta.

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