Por: León Tolstói
-¡Que lo
maten! ¡Que lo fusilen! ¡Que fusilen inmediatamente a ese canalla...! ¡Que lo
maten! ¡Que corten el cuello a ese criminal! ¡Que lo maten, que lo maten...!
-gritaba una multitud de hombres y mujeres, que conducía, maniatado, a un
hombre alto y erguido. Éste avanzaba con paso firme y con la cabeza alta. Su
hermoso rostro viril expresaba desprecio e ira hacia la gente que lo rodeaba.
Era uno de los que, durante la guerra civil, luchaban del
lado de las autoridades. Acababan de prenderlo y lo iban a ejecutar.
"¡Qué le hemos de hacer! El poder no ha de estar siempre
en nuestras manos. Ahora lo tienen ellos. Si ha llegado la hora de morir,
moriremos. Por lo visto, tiene que ser así", pensaba el hombre; y,
encogiéndose de hombros, sonreía, fríamente, en respuesta a los gritos de la
multitud.
-Es un guardia. Esta misma mañana ha tirado contra nosotros
-exclamó alguien.
Pero la muchedumbre no se detenía. Al llegar a una calle en
que estaban aún los cadáveres de los que el ejército había matado la víspera,
la gente fue invadida por una furia salvaje.
-¿Qué esperamos? Hay que matar a ese infame aquí mismo. ¿Para
qué llevarlo más lejos?
El cautivo se limitó a fruncir el ceño y a levantar aún más
la cabeza. Parecía odiar a la muchedumbre más de lo que ésta lo odiaba a él.
-¡Hay que matarlos a todos! ¡A los espías, a los reyes, a los
sacerdotes y a esos canallas! Hay que acabar con ellos, en seguida, en
seguida... -gritaban las mujeres.
Pero los cabecillas decidieron llevar al reo a la plaza.
Ya estaban cerca, cuando de pronto, en un momento de calma,
se oyó una vocecita infantil, entre las últimas filas de la multitud.
-¡Papá! ¡Papá! -gritaba un chiquillo de seis años, llorando a
lágrima viva, mientras se abría paso, para llegar hasta el cautivo-. Papá ¿qué
te hacen? ¡Espera, espera! Llévame contigo, llévame...
Los clamores de la multitud se apaciguaron por el lado en que
venía el chiquillo. Todos se apartaron de él, como ante una fuerza, dejándolo
acercarse a su padre.
-¡Qué simpático es! -comentó una mujer.
-¿A quién buscas? -preguntó otra, inclinándose hacia el
chiquillo.
-¡Papá! ¡Déjenme que vaya con papá! -lloriqueó el pequeño.
-¿Cuántos años tienes, niño?
-¿Qué van a hacer con papá?
-Vuelve a tu casa, niño, vuelve con tu madre -dijo un hombre.
El reo oía ya la voz del niño, así como las respuestas de la
gente. Su cara se tornó aún más taciturna.
-¡No tiene madre! -exclamó, al oír las palabras del hombre.
El niño se fue abriendo paso hasta que logró llegar junto a
su padre; y se abrazó a él.
La gente seguía gritando lo mismo que antes: "¡Que lo
maten! ¡Que lo ahorquen! ¡Que fusilen a ese canalla!"
-¿Por qué has salido de casa? -preguntó el padre.
-¿Dónde te llevan?
-¿Sabes lo que vas a hacer?
-¿Qué?
-¿Sabes quién es Catalina?
-¿La vecina? ¡Claro!
-Bueno, pues..., ve a su casa y quédate ahí... hasta que
yo... hasta que yo vuelva.
-¡No; no iré sin ti! -exclamó el niño, echándose a llorar.
-¿Por qué?
-Te van a matar.
-No. ¡Nada de eso! No me van a hacer nada malo.
Despidiéndose del niño, el reo se acercó al hombre que
dirigía a la multitud.
-Escuche; máteme como quiera y donde le plazca; pero no lo
haga delante de él -exclamó, indicando al niño-. Desáteme por un momento y
cójame del brazo para que pueda decirle que estamos paseando, que es usted mi
amigo. Así se marchará. Después..., después podrá matarme como se le antoje.
El cabecilla accedió. Entonces, el reo cogió al niño en
brazos y le dijo:
-Sé bueno y ve a casa de Catalina.
-¿Y qué vas a hacer tú?
-Ya ves, estoy paseando con este amigo; vamos a dar una
vuelta; luego iré a casa. Anda, vete, sé bueno.
El chiquillo se quedó mirando fijamente a su padre, inclinó
la cabeza a un lado, luego al otro, y reflexionó.
-Vete; ahora mismo iré yo también.
-¿De veras?
El pequeño obedeció. Una mujer lo sacó fuera de la multitud.
-Ahora estoy dispuesto; puede matarme -exclamó el reo, en
cuanto el niño hubo desaparecido.
Pero, en aquel momento, sucedió algo incomprensible e
inesperado. Un mismo sentimiento invadió a todos los que momentos antes se
mostraron crueles, despiadados y llenos de odio.
-¿Saben lo que les digo? Deberían soltarlo -propuso una
mujer.
-Es verdad. Es verdad -asintió alguien.
-¡Suéltenlo! ¡Suéltenlo! -rugió la multitud.
Entonces, el hombre orgulloso y despiadado que aborreciera a
la muchedumbre hacía un instante, se echó a llorar; y, cubriéndose el rostro
con las manos, pasó entre la gente, sin que nadie lo detuviera.
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