viernes, 20 de enero de 2012

Soñé que soñaba

Por: Alfonso A. Cano



“Entonces tocó para pedir empleo en la primera casa que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella sólo dijo la verdad: «Sueño»”. (García Márquez,  55)
Mis ojos se encuentran completamente abiertos, su brillo se ha difuminado y mis párpados parecen no funcionar; un colchón viejo y sucio sostiene mi espalda destrozada; frente a mí sólo hay un inmenso cuadrado blanco verdoso cuyo aspecto desgastado parece apropiarse de mi ser.
            Cinco lunas sin dormir, no puedo conciliar el sueño. Lentamente puedo mover mi cuerpo y ponerlo en posición fetal, no logro sentir nada. Poco a poco puedo notar que mis párpados quieren funcionar otra vez y comienzan a cerrarse.
            Por fin mi mente parece estar tranquila y por ella pasan diversas imágenes que reconozco de inmediato, pero, en esta ocasión, soy ajeno a ellas. Es extraño; este tiempo me había hecho olvidar esta sensación de desapego y de lo que era soñar. Me encuentro satisfecho en un pueblo indígena; no estoy seguro que lo conozca, pero parece uno de esos donde estuve peleando con mis hermanos para que fuéramos respetados como aborígenes y dueños de la tierra. Pero todo es diferente, se respira un ambiente de paz, de alegría; hasta que uno de los compañeros indica que se aproxima un trabajo, puedo imaginar de lo que hablan, pero no estoy seguro.
Me dirijo con todos a la cantina más cercana y el compañero anterior vuelve a hacer su aparición, ésta vez manteniendo la alerta más evidente, nos acompañan dos prostitutas que me resultan interesantes y comienzo una plática con ellas; percibo que no quieren trabajo, sólo quieren externar su sentir y se hace presente una extensa conversación sobre su vida y su mente; puedo darme cuenta del enorme vacío que llevan dentro. Su rostro comienza a apagarse, el maquillaje se corre por sus rostros y sus exóticos atuendos parecen desgarrarse; manchas púrpuras emanan de su delicada piel cuando una retumbante, aunque corta,  serie de balas cae a las afueras de la cantina. Me acerco a ver lo sucedido cuando los compañeros que se encontraban a la defensiva advierten que, si deseábamos retirarnos, lo hiciéramos justo en ese momento, pues llegaba la hora de hacer valer lo soñado por la comunidad, la hora de hacerse escuchar. Tomo la chamarra y salgo hacia el auto que no recordaba con exactitud dónde se encontraba; en el camino se ve a lo lejos un destello que brotaba desde el subsuelo e inmediatamente el sonido de una sirena policiaca se acerca, sólo logro tirarme al suelo cuando una lluvia de balas ataca la calle; guerrilleros contra militares y policías, parecía interminable; me arrastro hasta llegar al lado de un coche blanco con vidrios polarizados que pensé sería mi refugio; pero mi cuerpo siente de improviso una sensación de ardor y dolor en el costado y mi cuerpo queda inmóvil. El volumen de los gritos de la gente comienza a ser más agudo y mis párpados se abren de golpe.
Despierto de este sueño y el sudor corre por mi rostro; mis ojos están abiertos plenamente; habían pasado sólo cinco minutos desde que logré quedarme nuevamente dormido. Ya no sé, la sensación de los gritos, del impacto de la bala, del ambiente se suman al cúmulo de recuerdos en mi mente.
Al día siguiente, recibo en la puerta de mi casa el diario, siempre son las mismas noticias, pero me llama la atención una en especial, la noticia de la matanza de 136 indígenas en una comunidad chiapaneca; en las imágenes se logra ver una calle muy similar a la de mi sueño, un auto blanco con vidrios polarizados, a su lado, sobre el suelo, un cuerpo tirado como refugiándose de la balacera. No podía ser creíble. Era yo, era mi cuerpo con el impacto de la bala.
Corro al baño, me lavo la cara con agua fría, respiro profundo y, nuevamente, comienzo a escuchar una estruendosa balacera que, de inmediato, me hace abrir los ojos tensos y levantarme de un brinco de la cama.








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