Por: Mauro Campos
El
fin de semana pasado huí de esta ciudad,
curiosamente me di cuenta de que la mayoría de las corridas de autobús
eran para el DF. Ni tardo ni perezoso me
embarque en un “lucero escarlata”. No sé lo que estaba pensando; fue el escape
perfecto. No quería saber de nada ni nadie. Me harté de las risas burlonas y
esquivas de mis compañeros. ¡Ignorantes, arrójense al lodo!
El
viaje tranquilizó las voces en mi mente. Había muchos
peregrinos a lo largo del camino, algunos árboles, manchas urbanas y uno que
otro perro muerto a las orillas de la carretera. Finalmente llegué a la TAPO. Salí
corriendo buscando un nuevo aire, puro y limpio ese fue el mejor dato para
darme cuenta que ya estaba en la gran ciudad.
129 kilómetros de viaje, dos
casetas, quince pasajeros, ciento treinta pesos del boleto. Ya en las
afueras, percibí un olor a cebollitas y carne en su punto. Mi olfato canino me
hizo percibir un puesto de ricos tacos placeros, de esos que solo encuentras a
cinco pesos en las afueras del metro San Lázaro. Me dispuse a comerlos. La papa
tenía un color algo verde, lleno de sospechosismo.
Supuse que aquellos caninos que observé en la carretera estarían en algún
momento en mi estómago; seguramente estaba apeteciendo algunos que colgaron los
tenis unos días antes.
Alcé
la vista después de la primera mordida y junto a mí estaba parado un legislador
entrándole bien duro a los tacos. Mientras tanto el taquero trataba de
sintonizar la novela de las 9. Nunca podré olvidar al caudillo mal encarado que traía como
guarura aquel personaje pues estaba bien bizco, lo juro. No pude contener la carcajada
y un cacho de taco salió volando. Todo lo vi en cámara lenta, pasó rosando el
cachete de aquel infame individuo, en un instante pude ver toda mi vida en un
cerrar de ojos, lo bueno que cayó a la orilla de la banqueta si no, imagínate
qué hubiera pasado si le cae a aquel político, ahorita yo andaría igual o peor
que los perritos del camino.
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