Por:
Armando Vega-Gil
Berenice
quedó ciega a los veinte años, justo en la cumbre del camino en el que
descubría la belleza. Y la belleza era un escaparate inmediato, concreto, que
potenciaba el amor como una esperanza germinal o, más aún, como el inicio de
una búsqueda hecha de pura angustia y sobresaltos. Así, Berenice avanzaba hacia
el futuro trastabillado entre el más delicioso terror, la euforia y la
melancolía. Creyó ser bella, anheló ser bella y, con una inocencia empedrada de
malicia y fiebres húmedas, se sumergió en la búsqueda de un hombre que la
complementara, que la volviera una sola voluntad compartida, unidad insoluble
de privilegios y sueños.
Berenice
tenía veinte años y buscaba el espejo de la belleza para iniciar el diálogo de
la vida cuado un accidente de carretera la dejó ciega. El horror de aquel
instante se enquistó en su alma joven y, vuelto un cáncer, le corroía
implacable aquel anhelo de ser hermosa, completa, deseada.
Así,
por una decisión que había tomado como condena, se hundió en un pozo de fealdad
y repulsión, tanto más dañino por cuanto la luz de aquella belleza inalcanzable
le cauterizaba las heridas siempre abiertas. Berenice comenzó a castigarse
hasta llegar a ser menos que el fantasma de sí misma. En el espejo oscuro de la
ceguera, se veía como un ser monstruoso, con las cuencas de los ojos vacías,
sus párpados distendidos como dos bocas sonrosadas por donde murmuraban el
rechazo de los hombres y la deformidad: branquias de un pez que agoniza en una
playa sin mar ni sol, nocturno mar desolado.
Y
cuanto más se imaginaba Berenice aquel ser desfigurado, más el recuerdo de su
belleza le iba ganando en tiempo a la carne, hasta que al fin la encontraron
colgada en la regadera de un cuartucho de hotel, desnuda, húmeda por el vapor
del agua aún caliente que la contemplaba en un espejo azorado; húmeda todavía
por esas lágrimas de polvo que no podrían llorar más sus ojos sin vida.
Los
hombres que rescataron su cadáver aseguraban jamás haber visto belleza mayor a
la de esta joven que, en el momento exacto de morir, por el influjo de un
milagro inesperado, recuperó la vista.
Sus
ojos habían renacido como dos capullos fugaces para ver, cara a cara, cuán
hermosa es la muerte.
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