jueves, 8 de diciembre de 2011

La belleza invisible


Por: Armando Vega-Gil

Berenice quedó ciega a los veinte años, justo en la cumbre del camino en el que descubría la belleza. Y la belleza era un escaparate inmediato, concreto, que potenciaba el amor como una esperanza germinal o, más aún, como el inicio de una búsqueda hecha de pura angustia y sobresaltos. Así, Berenice avanzaba hacia el futuro trastabillado entre el más delicioso terror, la euforia y la melancolía. Creyó ser bella, anheló ser bella y, con una inocencia empedrada de malicia y fiebres húmedas, se sumergió en la búsqueda de un hombre que la complementara, que la volviera una sola voluntad compartida, unidad insoluble de privilegios y sueños.

Berenice tenía veinte años y buscaba el espejo de la belleza para iniciar el diálogo de la vida cuado un accidente de carretera la dejó ciega. El horror de aquel instante se enquistó en su alma joven y, vuelto un cáncer, le corroía implacable aquel anhelo de ser hermosa, completa, deseada.

Así, por una decisión que había tomado como condena, se hundió en un pozo de fealdad y repulsión, tanto más dañino por cuanto la luz de aquella belleza inalcanzable le cauterizaba las heridas siempre abiertas. Berenice comenzó a castigarse hasta llegar a ser menos que el fantasma de sí misma. En el espejo oscuro de la ceguera, se veía como un ser monstruoso, con las cuencas de los ojos vacías, sus párpados distendidos como dos bocas sonrosadas por donde murmuraban el rechazo de los hombres y la deformidad: branquias de un pez que agoniza en una playa sin mar ni sol, nocturno mar desolado.

Y cuanto más se imaginaba Berenice aquel ser desfigurado, más el recuerdo de su belleza le iba ganando en tiempo a la carne, hasta que al fin la encontraron colgada en la regadera de un cuartucho de hotel, desnuda, húmeda por el vapor del agua aún caliente que la contemplaba en un espejo azorado; húmeda todavía por esas lágrimas de polvo que no podrían llorar más sus ojos sin vida.

Los hombres que rescataron su cadáver aseguraban jamás haber visto belleza mayor a la de esta joven que, en el momento exacto de morir, por el influjo de un milagro inesperado, recuperó la vista.

Sus ojos habían renacido como dos capullos fugaces para ver, cara a cara, cuán hermosa es la muerte.

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